No hay pizarrón, pupitres o un mástil. No suena el timbre. En el comedor, hay un sofá desvencijado y paredes a medio pintar, repletas de fotos escolares. Sobre una mesa de plástico inestable, cubierta con un mantel de hule floreado, Ruth (10 años), Leonela (7) y Héctor (12) ponen sus cuadernos y carpetas. También hacen lugar para el gatito que acaban de adoptar. Como casi todas las mañanas, están completando la tarea que desde la escuela les mandan por whatsapp al único celular que tienen en la casa. Les encanta jugar a que están en el aula. Hablan con una seño imaginaria. Por momentos se pelean. Si hay muchos audios que escuchar o un video para ver, tal vez no les alcance el crédito que tiene el teléfono. Por las dudas, habrá que hacer piedra, papel o tijera. El que tenga más suerte hoy podrá terminar los deberes. Los otros tendrán que esperar a que haya un poco de dinero para cargarle datos al móvil.
“A veces hay que elegir entre comprar comida o hacer una carga virtual al celular para que los chicos hagan la tarea”, admite Nancy Rodríguez, la mamá de los niños. Nunca pudieron acceder a una videollamada con la maestra. Tampoco pudieron ir un cyber a imprimir las copias que les pidieron los docentes. “Aquí se hace lo que se puede. Vivimos con la pensión de mi esposo y las changas que pueda lograr en un día”, cuenta. Luego, confiesa que en realidad el teléfono celular es de su hija mayor que está embarazada y que ha decidido quedarse con ellos durante la cuarentena para que los hermanitos puedan acceder a clases. Pero en pocos días ella se irá con su pareja a San Pedro de Colalao, porque nacerá el bebé.
“Es admirable el sacrificio que están haciendo padres y alumnos”Si los chicos no entienden algo es también la hermana mayor quien les explica. “La seño me dijo que soy muy buena alumna, que hago todo bien -cuenta, orgullosa, Leonela-. Pero me gusta más la escuela; extraño a mi maestra y los recreos”. Va a segundo grado de la escuela 330 de Los Ralos, a pocas cuadras de la casa donde vive, en el barrio Ex Ingenio. En este rincón del este tucumano, a 22 kilómetros de la capital por la ruta 303, hay demasiadas carencias. Pero sobran ganas y corazón. Leonela, que está obsesionada con aprender a leer, practica hasta las 2 o 3 de la tarde, cuenta la mamá mientras atiende a un señor que ha venido a dejarle la tarea de la semana a Héctor. El niño sufre un retraso madurativo y normalmente concurre a un centro terapéutico en Yerba Buena. Este año, por la pandemia, no pudo ir más que dos semanas. Desde marzo, le envían a domicilio y por teléfono las prácticas que debe hacer.
Al igual que Nancy son muchas las familias en Los Ralos que no saben si van a poder comer cada día. Tampoco las casas disponen de los espacios más adecuados para concentrarse y hacer tareas. No hay wifi. Ni hablar de una computadora. Una realidad que podría tirar abajo hasta la más firme de las voluntades en tiempos de educación remota.
Evelyn Chávez ha cumplido 16 años el jueves. La campera de algodón negra todavía tiene los restos de harina que le arrojaron sus hermanitos cuando le cantaron el feliz cumpleaños. La adolescente de pelo enrulado, que cursa el cuarto año en la escuela José Ingenieros de Los Ralos, muestra sus prolijas carpetas. Las hojas, con letras redondeadas y títulos subrayados con colores tienen todas las tareas que encargaron los profesores desde que se inició la cuarentena.
Cada día ella se levanta temprano y dice presente en los distintos grupos de whatsapp donde se dictan las materias. Luego, arranca con las guías y trabajos. Lo hace sobre una pequeña mesa de madera que tambalea un poco. En el mismo lugar donde toda la familia toma mates, en el patio con piso de tierra, bajo el sol radiante y con el murmullo de sus hermanitos y vecinos que juegan y cantan.
Cuando termina con los deberes, se convierte en la maestra de los más pequeños de la casa: Tomás y Bianca Medina, que van a quinto y a primer grado respectivamente. “Por suerte tenemos dos teléfonos así que pueden participar de las videollamadas y recibir todas las tareas”, cuenta la mamá, Georgina Ávalos.
Desde que empezó la cuarentena, cada día separan dinero para cargar los celulares. El papá de los pequeños, Ricardo Medina, es cosechero. Estos días que está sin trabajo pasa largas horas haciendo jaulas para pajaritos con maderas y alambres. Luego las vende al por mayor. Con eso se asegura que no falte un plato de comida.
“A veces se complica, pero nos damos maña para que puedan estudiar. A Bianca le cuesta un montón el primer grado. Tenía la mano muy dura; por suerte, ahora se le ablandó y está aprendiendo a escribir cada una de las letras del abecedario”, cuenta Georgina.
Plata para fotocopias o para imprimir trabajos no hay. Si los chicos necesitan ese material o los cuadernillos que entrega el Gobierno, se van a buscarlos a la casa de la directora de la escuela de Los Ralos, Cristina Concha, quien vive a unas ocho cuadras. Solo cuando terminan la tarea, generalmente después de las 17, los chicos tienen permiso para “salir a jugar”. Los Medina viven en una casa a medio terminar, pegada a una de las tres gigantescas chimeneas de ladrillos gastados que quedaron en pie, como último vestigio del ingenio que funcionó en esa zona hasta 1966 y que hasta entonces significaba el sueño de progreso de toda la localidad.
Como los Medina hay cientos de familias que hoy habitan en esas tierras que eran del ingenio. Allí construyeron -y siguen construyendo- sus viviendas, algunas de material, otras de machimbre. Por las calles, que en realidad son más bien pasadizos, hay aguas servidas y basura desparramada. Los vecinos tienen temor ahora que se conocieron algunos casos de coronavirus en el pueblo. Sin embargo, por estas horas, les preocupa más conseguir un trabajo. “Hay mucha desocupación. Nos aflige que nuestros hijos puedan aprender. Pero no es lo mismo ir a la escuela que estar en casa y tener que ver y hacer tareas por fotos. No siempre tengo plata para cargar el celular. Mis hijos no siempre pueden cumplir aunque quisieran. Además, tienen que esperar que vuelva de trabajar para poder ver en el teléfono las clases del día”, cuenta, angustiado, Juan Melián. Tiene 49 años y cinco hijos. Es cosechero del limón, pero ahora está haciendo changas como albañil.
Poca tecnología
¿Zoom? ¿Qué es eso? Karen Sandes, de 16 años, no tiene idea qué significa la palabra. Tampoco tuvo videollamadas este año. Está cursando el quinto año de la secundaria y se le complicó muchísimo entender algunos contenidos. Además, se retrasó en el primer trimestre. “Cuando intenté ponerme al día, ya había un montón de videos que no podía descargar. Creo que voy a desaprobar algunas materias”, cuenta la joven, prolijamente peinada con un pañuelo de gasa verde y vestida con camisola y pantalón chupín. En su casa son siete hermanos y cuentan con un solo celular -de su mamá- para acceder a los contenidos que les mandan los docentes.
“Además, a veces hay poca señal para descargar los videos o para buscar cosas en Google para las tareas”, explica, mientras confiesa que su sueño es seguir estudiando y recibirse de maestra. La mamá, Mónica Guzmán, la mira con ojos apenados. “Mi hija mayor también quería seguir estudiando, pero tuvo que salir a trabajar de niñera. No es fácil para los jóvenes de aquí poder hacer una carrera y afrontar los pasajes de colectivo, los gastos de estudio y de comida”, apunta. A los varones, cuando terminan el secundario, generalmente les esperan las cosechas o los trabajos de albañilería.
Son pocos los que pueden quebrar el destino. Aunque ganas no les faltan. Agostina Melián anhela poder estudiar peluquería y abrir su propio salón. Es una joven muy decidida. Por eso, apenas se entera que LA GACETA está en Los Ralos, alza su voz y nos invita a su casa. “Yo me uní recién en abril a las clases porque en marzo no pude pagar el seguro escolar y entonces no me animé a empezar.
Cuando empezó la cuarentena, al principio, estaba roto el teléfono celular”, relata. Para poder hacer las tareas tiene que esperar que su hermano vuelva del centro de la capital cada día (trabaja en una mueblería) y le preste el aparato.
“Me compliqué mucho con matemáticas. No entiendo y no tengo quién me ayude. Hay profesores que cuando le pedís que te expliquen bien, te contestan mal”, confiesa la joven que vive con su abuela, Carmen del Rosario Barros, de 80 años.
Ella la crió desde que tenía un año. De su papá no sabe nada. Su mamá murió. “Yo quiero que estudie, que le vaya bien. Pero es muy difícil. Vivimos de la jubilación mínima que cobro ($18.000) y a eso tengo que restarle los $4.000 que gasto en remedios por mes”, detalla la abuela. Algunas lágrimas ruedan por sus mejillas agrietadas.
Enérgica, Agostina entra a la casa y nos trae una computadora que en 2012 le había entregado el Gobierno (por el programan Conectar Igualdad). “Esto me ayudaría mucho. El problema es que está bloqueada y no la puedo usar. Me dijeron que tengo que llevarla a la escuela. Pero a otros chicos que la llevaron por el mismo problema no se la devolvieron más”, cuenta, mientras enciende la máquina inservible.
Agostina, al igual que Karen y Aylén, creen que sí deberían tomarles evaluaciones a todos los alumnos, pese a la cuarentena y a que muchos chicos no tienen posibilidades de conectarse. “Pero también es cierto que hay compañeros que dicen presente por celular y luego se borran o no hacen nada”, dice Aylén, y aprieta los labios con los dientes.
¿Sienten que aprendieron menos este año? “Nos dan muchas más tareas, pero no aprendimos igual”, admiten. Nunca será lo mismo ir a la escuela que estudiar en casa, sin wi fi ni computadoras, remarcan. Sin embargo, es lo que les toca pasar ahora, concluyen.
Pasado el mediodía, muchos chicos cierran las carpetas con sus deberes listos. Lejos de los pizarrones, de los mástiles y de los recreos, en los patios de sus casas, el sol radiante de este día los hace brillar un poco más.
Un presupuesto
¿Cuánto cuesta que los chicos reciban la tarea por un teléfono celular?
Que los chicos puedan recibir las tareas por celular, descargar los videos y mandar las fotos con los deberes listos tiene un costo que no todas las familias pueden afrontar. Jésica Salvatierra, mamá de Joel (9 años) y Nicole (de 6), dice que más o menos se necesita invertir unos $2.000 por mes en cargas de celular para acceder a todos los contenidos y clases. Algunos tienen planes de $800 o $ 1.000 con internet ilimitado, pero no son la mayoría.
Otros papás, cuando no pueden explicarles algunas tareas que sus hijos no entienden, les pagan a una maestra particular. En el barrio Jardín, pegado al ex ingenio, son muy accesibles. Cobran $100 la clase o lo que puedan pagar las familias. “No todos tienen acceso a internet, pero lo más grave es que aquí muchos padres apenas completaron el primario y no tienen muchos conocimientos para explicarles a sus hijos. Los docentes les dan muchas tareas a los chicos y los alumnos entienden muy poco, sobre todo los de la secundaria”, apunta Myriam, maestra de apoyo.