Era cuestión de tiempo para la transformación de “Un mundo feliz” (el título original es “Brave new world”) en una serie de televisión. Las adaptaciones previas no le habían hecho honor al clásico de Aldous Huxley, tal vez la distopía más famosa de la historia de la literatura junto a la orwelliana “1984” y a “Fahrenheit 451”. Hubo dos telefilms, uno en 1980 escrito por Doran Cannon (guionista de Otto Preminger y Robert Altman) y otro en 1998, protagonizado por Peter Gallagher y demasiado alejado del original. Aún con varias licencias respecto del libro -publicado en 1932-, esta aproximación a “Un mundo feliz” encuentra el tono, la estética y el ritmo narrativo apropiados. Esa sociedad anestesiada por la peligrosa mezcla de orden y hedonismo que imaginó Huxley se aprecia al detalle gracias al minucioso trabajo de David Wiener y Grant Morrison en el desarrollo del proyecto.

La serie es, de paso, el buque insignia de Peacock, nueva plataforma de streaming lanzada por NBCUniversal. Detrás de esos gigantes del entretenimiento está Comcast, el mayor operador de TV por cable de los Estados Unidos. Peacock se lanzó a pescar suscriptores en un mar plagado de depredadores. Netflix es el tiburón, pero Amazon, HBO Max, Hulu, Apple TV+, CBS All Access y Disney+ (que llegará este año a la Argentina) no dejan de crecer.

La cuestión pasará siempre por brindar contenidos de calidad y la elección de “Un mundo feliz” como punta de lanza es un arma de doble filo que esgrime Peacock. Al material de base le sobra prestigio y los estándares de producción son de primera calidad en “Un mundo feliz”, aunque no hay una estrella en el reparto y eso siempre juega en contra. El género (ciencia ficción/distopía/thriller) es de lo más transitado en el streaming y eso obliga a marcar diferencias rápidamente. Desde esa óptica la serie se toma el trabajo de escarbar entre los planteos de Huxley y poner sobre la mesa muchas de las ideas expresadas en el libro. Hay cuestiones filosóficas y antropológicas que hacen a la esencia de “Un mundo feliz” y merecen un esfuerzo del espectador.

La posibilidad de una sociedad de castas idílica, sin violencia, en la que todo encaje y cada individuo disfrute una condición de felicidad permanente, según Huxley implica la supresión de toda clase de emociones. Es una de las bases de ese estado de cosas que, en el fondo, aflora tan autoritario, manipulador y unanimista como el ultrafascismo de “1984”. La diferencia es que aquí hay un control desde la química (somas se llaman las pastillas a las que se acude en forma permanente para inhibir los sentimientos) y el status quo se rige por la obligación del goce. No hay amor libre en “Un mundo feliz”, sino sexo libre, y la serie es pródiga en fiestas orgiásticas. La definición del mundo feliz, como apunta el pensador Neil Postman, es la de una sociedad decidida a divertirse hasta la muerte.

Claro que hay disrupciones capaces de trastocar las cosas. Esta reversión televisiva de la novela incorpora elementos que Huxley no había considerado -el concepto de Matrix-, y así como para cada máquina hay un fantasma, cada sociedad presenta fisuras por las que se puede caotizar lo que -falsamente- lucía armonioso y perfecto.

Es lo que les sucede a Bernard Marx (excelente Harry Lloyd, lo mejor del cast) y a Leonina Crowne (Jessica Brown Findlay). Algo no funcionaba en ellos, sólo necesitaban un disparador que los ayudara a desentrañar la realidad detrás del decorado. Un viaje a las “tierras salvajes”, fuera de los inmaculados límites de la ciudad que habitan -Nueva Londres-, los pondrá en órbita. Conocerán a John (Alden Ehrenreich, inexpresivo a más no poder) y a su madre (Demi Moore), agentes de un cambio fundamental. De vuelta en casa, el “salvaje John” que los acompaña será ese elemento disruptivo capaz de conmover y ¿desarmar? el mundo que, sabemos, no es para nada feliz. Al cabo de nueve capítulos se verá en qué culmina todo eso.

MUY BUENA

SERIE / POR PEACOCK