El viento sopla con fuerza y los rayos del sol queman sin piedad en las cumbres de Raco. Entre pastizales de altura, vistas privilegiadas y bajo la guarda del imponente Cerro Cabra Horco, allí donde pareciera que no vive nadie, un caserío se abre paso sobre las laderas abruptas del paraje conocido como La Lagunita. Es el hogar de cuatro familias. Solitarias, apartadas, aisladas del desorden urbano. Cumplir con el distanciamiento social que exige la pandemia de coronavirus allí resulta más sencillo, dicen los habitantes del lugar. Y, a su vez, es un auténtico desafío por la incomunicación propia de una montaña que a 2.200 metros de altitud no posee rutas de acceso para vehículos.

Transerino Faustino Flores tiene 78 años y reside allí desde hace 11. Parado a la par del alambrado que delimita el terreno de su casa -ladrillos de adobe, paredes agrietadas, chimenea y un panel solar en el techo- contesta a dos metros las preguntas de LA GACETA en cumplimiento de todos los protocolos sanitarios. Durante la conversación, en numerosas oportunidades repite cómo su vida se ha visto afectada “por lo del virus”. Aun así, dice que está bien y agradece tanto por su óptimo estado de salud como por “el paraíso” en donde reside.

“No salimos nosotros por lo del virus, no salimos por eso, no... Antes viajábamos a la ciudad, pero ahora ni eso -cuenta con acento-. La mercadería la vamos a traer ahora de Raco, a lomo de mula. Tenemos que traer de ahí por lo del virus”. El paraje de La Lagunita, que adopta su nombre por un espejo de agua estancada que hay cerca de la casa de Flores, se encuentra a unos 10 kilómetros de la villa veraniega.

LA LAGUNITA. El espejo de agua -está en seca- le da el nombre al paraje.

Acceder al lugar -que está a una altitud 1.000 metros mayor- sólo es posible por medio de senderos. El viaje debe ser a pie, en caballo, en bicicleta o, a lo sumo, en moto. Desde allí, un día claro permite avistar con facilidad las Cumbres Calchaquíes, El Siambón, Tapia, San Javier, El Cadillal, la Sierra de Medina y la llanura tucumana. “Me gusta vivir aquí. Es hermoso, es tranquilo”, elogia Flores. El aire es puro -contrasta- respecto de la nube de polución que se observa sobre la planicie en invierno.


Una vida en la montaña

“Yo he nacido en Anfama. He sido puestero en la hacienda de la familia Paz Posse; me he jubilado de ahí y me he venido a vivir aquí. Yo soy nacido y criado aquí”, dice Flores con orgullo. Dos de sus hijos, José y Antonio, participan en la conversación. “Nosotros hacemos jardinería en Raco. Macheteamos, agarramos trabajitos por nuestra cuenta...”, relatan sobre sus vidas. Todos los fines de semana, ellos visitan a sus padres en La Lagunita. Les llevan mercadería y los actualizan con las noticias.

El viaje que deben hacer desde la villa veraniega, a caballo, lleva al menos una hora y media. “Ahí escuchamos la radio y vemos la tele. Así aprendimos cómo cuidarnos por lo del virus”, expresa José respecto de la pandemia. “Sabemos que en Buenos Aires hay muchos casos. Una de mis hijas vive ahí y está muy encerrada”, completa, triste, su padre.

CASERÍO. Al caminar, las casas aparecen en los faldeos del Cabra Horco.

Flores suma otra desdicha reciente: su esposa, que tiene 80 años, fue trasladada de emergencia a Raco. “Tuvimos que llevarla a caballo porque no estaba bien. Estaba embrumada, estaba con la presión y algo de debilidad. Se ha ido abajo a hacerse curar. Ya va a volver para recomponerse; ella no se acostumbra allá”, se lamenta.

Con sencillez, Flores considera que tiene a su alcance todo lo que necesita para vivir. En la lomada hay caballos, vacas, ovejas, gallinas y perros. La cocina y la estufa se alimentan a leña, y el agua llega desde una vertiente en una manguera de 1.500 metros. Su única queja es que a veces se congela por las heladas. “El otro día estaba bien fiero, garrotillaba y el caño estaba cerrado”, protesta. “Pero sí tengo pa’ lavarme las manos, sí”, agrega de inmediato.

En una de las casas vecinas residen Griselda y sus hijos, los únicos menores de edad en la zona. Ellos son familia de los Flores. “Iban a la escuela de Las Arquitas (está a un par de kilómetros), pero ahora no, por lo del virus. Las maestras les mandan la tarea por celular”, plantean. La energía eléctrica de todas las casas es suministrada por paneles solares. Quienes van de paso suelen parar en alguna de ellas. “Vivimos aislados, pero tranquilos”, concluye Flores.