El último acto se completa: basta un ronroneo del dios Muerte y nuestro terso cuerpo acaba por convertirse en piedra. Vaya a saber donde, los 21 gramos que nos faltan tras exhalar el aliento final son juzgados en base a los cariños y los excesos que vivimos antes de trascender. Habrá almas piadosas, otras mezquinas y algunas que ni siquiera pueden augurar el descanso eterno porque no tienen a dónde ir a parar.

A simple vista, el cementerio municipal Cevil Pozo (ubicado en el kilómetro 11 de la ruta 302) es igual al resto de las necrópolis tucumanas. Tiene callejuelas con nombres santos, árboles de los que penden relicarios y muchas cruces oxidadas. En realidad demasiadas, porque desde hace años el lugar se encuentra sin espacio físico para proseguir con las inhumaciones.

En busca de soluciones, ya fueron presentados tres proyectos de ley para ensanchar el terreno, pero todos quedaron lapidados. Ahora, un cuarto intento se abre paso en la Legislatura: el petitorio es expropiar seis hectáreas de las plantaciones de limones colindantes.

“En 1983 y en 1992 hubo dos leyes provinciales (las 5.828 y 6.370, respectivamente); y luego ambas quedaron en la nada al no concretarse el pago de la indemnización. En 2017, la necesidad regresó a la sesión legislativa y obtuvo el mismo final porque el proyecto de ley no fue reglamentado a tiempo por el Poder Ejecutivo”, comenta el legislador Gonzalo Darío Monteros, artífice de la iniciativa que está en pleno tratamiento en la Comisión de Legislación General.

SIN SALIDA. Hay mausoleos que limitan con los pastizales y un canal.

Aunque la mismísima Parca lo ordene, entre el domino de cerámicos zigzagueantes del cementerio es imposible que quepa una tumba más. Las sepulturas están pegadas y hay montículos de tierra (con flores plásticas y desprovistos de contención) que llegan hasta el alambrado. En otro de los límites, la maleza marca el inicio de un canal de riego y varias quintas.

“La crisis infraestructural data de hace décadas y va en aumento con los cambios poblacionales del departamento de Cruz Alta. Esta es la única salida que queda para mantener el servicio”, agrega Monteros.

Doble letargo

Mármol, vitro y cemento… Neguino Gramajo -encargado administrativo del camposanto- los señala a medida que recorre las instalaciones de 101 años de antigüedad. En la historia reciente, la mayor ola de visitas que tuvieron fue tras la muerte del padre Juan Viroche.

Sin hechos mediáticos o eventos como el Día del padre, Gramajo afirma que la concurrencia es baja. Primero, porque el protocolo de salud los habilita a abrir sólo por la mañana (de 8 a 12). Segundo, porque los contratos de respeto y recuerdo hacia los difuntos han cambiado.

“Tenemos aproximadamente 80 concesiones vencidas. A las familias se las intima bastante e igual acabamos por clausurar los mausoleos. Tenemos gente que debe recaudaciones desde hace 40 años o que al llegar debe chequear en el registro porque desconocen las tumbas”, comenta.

De un instante a otro, los convalecientes vivos se convirtieron en deudores que, sólo ocasionalmente, purgan su desinterés. El estado de dejadez se nota en la pintura desteñida, los tributos rotos y las macetas con plantas secas. Sumado a que -en un intento de evitar rechazar cuerpos- en el fondo del cementerio los márgenes de los caminos también fueron usados para entierros.

En las circunstancias actuales, las justificaciones para resarcir la “sobrepoblación” también lleva a repensar la pandemia. “Nos gustaría tener los márgenes edilicios suficientes para que las visitas y el proceso de entierro sean adecuados a la vida que se viene. Por lo pronto, se instalaron 25 caños de agua que maximizan la higiene y remodelamos los baños”, acota el administrador.

Requisito comunal

Al existir sólo dos cementerios municipales en el área, los difuntos de la mayoría de las comunas de Cruz Alta (como Ranchillos, Colombres y Delfín Gallo) transitan hacia la otra vida en Cevil Pozo. “Hay familias que no cuentan con los recursos para hacer grandes ceremonias ni invertir en servicios funerarios privados. Además, los vecinos lo vemos como algo propio. Mi papá murió cuando yo tenía nueve años, y en ese entonces él estaba seguro de que deseaba ser sepultado acá”, relata Inés Giménez.

En sus ratos libres, la florista deja el trabajo y se da una vueltita por el monumento en el cual yacen los restos de su hijo, de su madre y de su hermano. A veces les deja claveles rojos o blancos; flores que -según su experiencia- le dan a los recuerdos un toque delicado. “Hubo una época en que los yuyos tapaban las piernas, y al salir, la gente se sacaba las espinas de los pies. Ojalá encontremos ayuda pronto porque mi legado y el de cientos de tucumanos descansa entre estas puertas”, lamenta.

“Vivirán eternamente en nuestros corazones”, son las palabras pintadas en el arco de entrada. Puede que falte aclarar: “no así, en el estrecho suelo”.