Por Marcelo Damiani
PARA LA GACETA - BUENOS AIRES
Poco antes de la cuarentena se distribuyó en librerías la edición castellana de un libro ya clásico en el ámbito inglés. Me estoy refiriendo a On Reading (1971) del gran fotógrafo húngaro André Kertész. Así, con el simple título de Leer, prologado por Alberto Manguel, se puede acceder ahora a un volumen cuya idea roza lo genial. Toda una serie de fotos de gente leyendo. Solamente personas leyendo. En diferentes países, en distintas posiciones, de diversas clases sociales, con los más variados enfoques y matices que se puedan imaginar. Incluso hay una niña, en un contrapicado exquisito, retratada en el barrio porteño de La Boca (cuando no era el centro turístico que es hoy en día). Y ella está, por supuesto, leyendo (y se alcanza a ver que su mano izquierda toma la punta inferior del libro con delicadeza). En la mayoría de los casos no sabemos qué leen, a diferencia de la famosa foto de Eve Arnold que retrató a Marilyn Monroe terminando de leer el Ulises de Joyce. Acá no se quieren destacar libros y autores, sino el acto de la lectura. La lectura es la verdadera protagonista de todo el libro.
La apuesta de Kertész, como toda buena serie fotográfica, permite descubrir algo que tal vez parezca evidente una vez dicho, pero que de ningún modo lo era con anterioridad. Debe de haber sido John Berger quien primero se dio cuenta de ello. Podríamos resumirlo así: La secuencia de imágenes pone en evidencia una cuestión manual. Cuando leemos, cuando la lectura nos atrapa, por lo general, agarramos el libro como si nos estuviéramos aferrando a una especie de volante o de empuñadura. Es que en el fondo sabemos que los buenos libros nos pueden hacer volar, o incluso “volar la cabeza”, como se escucha en ciertos ámbitos. También se dice que algunos libros tienen vuelo, como si realmente pudieran volar, y de alguna forma lo hacen, y parecen invitarnos, generosos, a compartir esa experiencia. Así, no es difícil imaginar que las tapas y las hojas puedan lucir curvadas como las alas de una paloma.
Así, el gesto de agarrar fuerte el libro con las dos manos parecería representar nuestro último seguro, o reaseguro, de que cuando el vuelo de la lectura termine, cuando la magia se acabe, podremos volver a tierra firme, no sea cosa que se convierta en un viaje de ida, sin retorno posible, como se sabe que ha sucedido en más de una ocasión. El libro de Kertész lo ha sido para algunos fotógrafos. Borges mismo, para no ir mucho más lejos, tal vez nunca se recuperó del todo del impacto que le causó haber leído Las mil y una noches. Por eso imaginó el universo como una biblioteca infinita o la lectura como una forma de la felicidad.
Uno no es el mismo después de leer un gran libro. Y el gesto de las manos aferrándose con fuerza a las tapas que detecta Berger en las fotos de Kertész parece evidenciar que hay ahí un lazo indestructible, como si el mundo imaginario del libro se transmitiera a través del tacto. Es que el lenguaje es una piel, como tan bien señaló Roland Barthes. Por eso no falta la mujer que aparece relajada, tomando sol, absorbida por el paisaje urbano, suerte de posible comentario sobre lo que está leyendo. Y claro que además están esos discípulos inconscientes de Narciso que sostienen los libros como si fueran espejos. Todos, por supuesto, están atrapados por el fantasma de la escritura, y no sólo no quieren que se desvanezca, sino que tampoco parecen tener ningún apuro por escabullirse del universo ajeno que tienen entre manos.
Esta serie de Kertesz, por último, también demuestra lo que el libro históricamente fue para la lectura: Su mejor soporte (no importa lo que digan los amantes de la electrónica). Algo que no sólo nos ayuda a soportar las afrentas de la vida sino también a revalorizar ese pequeño instrumento al que muchos de nosotros necesitamos aferrarnos como una especie de amuleto o talismán, siempre listo para desplegar las redes de su hechizo y recordarnos que las cosas pueden ser distintas. ¿Quién no quisiera vivir, cuando es chico, en una novela de aventuras? ¿O en un policial, cuando nos ataca la adolescencia, o en un contexto de espías o ciencia ficción? ¿O ahora mismo en una novela bucólica llena de viajes y aventuras al aire libre sin miedo al otro que se aproxima sonriendo?
En este aspecto el cine (la fotografía en serie por excelencia, 24 veces por segundo) aún no parece haber encontrado su Kertész. Pero sí hay algunos directores que se le han acercado bastante. Podríamos pensar en el inextinguible Woody Allen, los inquietos hermanos Coen y el irreverente Tarantino. Muchas de sus historias se han encargado de retratar a pequeños personajes en esos instantes intensos de felicidad que sólo se pueden experimentar en un cine, a oscuras, en soledad, lejos del mundanal ruido, disfrutando de una gran película, mientras afuera el universo parece continuar confabulando para robarnos esas imborrables alegrías.
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Marcelo Damiani – Novelista, ensayista, crítico.