POR LUCÍA PIOSSEK PREBISCH
PARA LA GACETA - TUCUMÁN
En 1951, Camus publica El hombre rebelde. El tema obsesivo de la muerte violenta se plantea ahora en un plano social, no ya del hombre solitario como en El mito de Sísifo. Consecuentemente, la forma de muerte que interesa no es el suicidio, sino la muerte inferida a otros: el crimen. Pero hay dos tipos de crímenes: el de pasión, producto de un arrebato irracional de amor o de odio, y el crimen lógico, el premeditado y justificado por una ideología, el basado en ideas acerca de lo que debe ser la justicia en la sociedad humana y la felicidad del hombre en la historia futura.
Como en el caso del suicidio debatido en El mito…, en un mundo asentado en ciertas seguridades morales y religiosas, el crimen lógico es claramente ilegítimo. Pero nuestro mundo ya no es así. Camus acepta el diagnóstico del nihilismo dado por Nietzsche, según el cual el nihilismo es la desvalorización de los valores supremos; de esos, precisamente, que hacían del mundo y de la vida humana en él un todo con sentido. Vivimos en medio del nihilismo, y todos, en mayor o en menor medida, compartimos el sentimiento del absurdo. Los valores desvalorizados ya no nos sirven para tomar posición ante el crimen lógico basado en razones de justicia.
Pero Camus no se resigna a mantenerse en esta indigencia del juicio. De allí su pregunta central en El hombre rebelde: “¿Se puede, lejos de lo sagrado y sus valores absolutos, encontrar la regla de una conducta?” Y en la novela La peste, la pregunta en el fondo es la misma: una noche, en Orán, la ciudad apestada, Tarrou y el doctor Rieux toman el fresco en una terraza que da al mar, y Tarrou hace la siguiente confidencia: “¿Cómo llegar a ser santo sin Dios? Este es el único problema concreto que admito hoy día”.
¿Cómo ser santo sin Dios? ¿Cómo encontrar una regla de conducta en medio del nihilismo? De nada valdría para lograrlo querer insuflar nueva vida los valores caducos, ni echar mano de una imagen tradicional clásica del hombre para poder deducir de allí sus “reglas de conducta”. Porque esa imagen clásica del hombre carece hoy de vigencia. La que realmente tiene vigencia y da el tono a nuestra época es la del rebelde. Hombres y mujeres, sobre todo jóvenes, de nuestra época son rebeldes. Dicen de pronto un no rotundo a una situación que juzgan injusta, y se empeñan de inmediato en hacer justicia por sus propias manos. Por eso Camus propone: examinemos esta imagen concreta del hombre de nuestro tiempo, el rebelde, el hombre que dice “no”, porque ya no se resigna ante lo que considera injusto.
¿Qué es ese “no” del rebelde? ¿Qué encierra? ¿Es posible despacharlo simplemente como un producto de la envidia, del resentimiento; como un movimiento sólo reactivo y negativo, al modo como juzgaba Max Scheler, en El resentimiento en la moral, a los movimientos rebeldes de la historia europea moderna? Camus dista mucho de una opinión como la de Scheler, tanto que halla en tal no una especie de punto arquimédico, la primera evidencia cartesiana en el orden existencial para reconstruir una moral puramente inmanente y censurar el crimen lógico.
¿Por qué un hombre se rebela? ¿Por qué en cierto momento se planta y dice no ante una situación determinada? Porque hay en tal no algo que vale la pena salvaguardar, defender, preservar. Porque descubre, aunque sea de modo oscuro, la presencia en él de un valor que se confunde con su propia persona. En medio del nihilismo, de la desvalorización de los valores, he aquí que, de pronto, un valor oscuramente comprendido, pero indudable desde el punto de vista del sentimiento y de la acción, se le aparece al hombre que se rebela.
El ímpetu ciego de la rebeldía reivindica el orden de las valoraciones en medio del caos nihilista, y descubre –esto es de gran importancia para Camus– una solidaridad metafísica entre los hombres. Efectivamente, el “no” del rebelde no sólo salvaguarda un valor exclusivo del individuo que se rebela. Su valor se extiende a toda una comunidad de hombres que padecen la situación injusta. El carácter no egoísta de la rebeldía se muestra con evidencia en este hecho: alguien, sin padecer la injusticia, puede rebelarse ante el espectáculo de la injusticia que otros padecen. Un nuevo dominio de sacralidad inmanente, podríamos decir, se abre así para Camus con el descubrimiento del valor contenido en el no de la rebeldía.
El primer momento de esta rebeldía es siempre noble. El rebelde no es un realista que calcule con minucia las consecuencias prácticas de sus actos. La cuestión es cómo se mantiene luego en la acción la fidelidad al valor descubierto. Este no es el descubrimiento y la afirmación de un límite más allá del cual no puede llegar la manipulación del hombre por el hombre, y por tanto el descubrimiento de un recinto de dignidad inviolable en todo hombre. Cuando la rebeldía (révolte) se organiza en revolución, casi sin excepción se es infiel a esa primera evidencia existencial contenida en el “no”.
Comienza entonces el desconocimiento de ámbito de dignidad que tiene que preservarse en los otros, y comienza la utilización y hasta el crimen del hombre real en nombre de una idea abstracta sobre una justicia futura. “Ante una futura realización de una idea –dice Camus– la vida humana puede ser todo o nada. Cuanto más grande es la fe que el calculador pone en esta realización, menos vale la vida de un hombre. Al final ya no vale nada”.
Para Camus, un caso muy especial de rebeldes lo constituyen los anarquistas rusos, a los que llama “los asesinos delicados” por su apasionada fidelidad a la rebeldía cometiendo, no obstante, un crimen que juzgan necesario. Kaliayev, uno de ellos que mata al Gran Duque Sergio, se entrega de inmediato pues sólo una vida, en ese caso la suya, y no una idea, es capaz de “restablecer el equilibrio” y de evitar que el crimen prolifere como el silogismo.
Camus se compara con Descartes. Cada paso esencial de su pensamiento en El hombre rebelde es la versión en el plano existencial de los pasos del método cartesiano en el plano teórico. El sentimiento del absurdo, que hace tabla rasa de todos los valores, equivale al proceso de la duda en Descartes, que hace tabla rasa de todos los conocimientos adquiridos; el “pienso, luego soy” cartesiano halla su equivalente en el “me rebelo, luego soy” de Camus; el descubrimiento en la conciencia de la idea de Dios, en Descartes, equivale, en Camus, al descubrimiento de una solidaridad entre los hombres; por último, la continua confrontación de todo nuevo conocimiento con la pauta de la evidencia, en Descartes, equivale a la continua confrontación de cada acción de proyecciones sociales con la pauta del no de la rebeldía.
Pero esto último, esta constante “fidelidad” a la evidencia de la rebeldía ¿es posible? Con anterioridad a las críticas que recibiera en este sentido, como las de Jeanson en Les temps modernes, Camus previó ya este tipo de objeción. En un pasaje central de La peste, en 1947, dijo por boca de Tarrou: “Desde ese tiempo sé que yo ya no sirvo para el mundo y que a partir del momento en que renuncié a matar me condené a mí mismo a un exilio definitivo. Los otros serán los que harán historia”. Sí, los otros serán los que harán la historia, porque Camus se pone resueltamente en contra de toda ideología, de toda filosofía de la historia que conceda a la vida presente un valor de medio para un fin futuro. Pues ¿quién justifica los fines? Los medios, responde Camus. Pues “el honor de la rebeldía no es calcular, es distribuir todo a la vida presente y a los hermanos vivos. Así es como se prodiga a los hombres del porvenir. La verdadera generosidad hacia el porvenir consiste en darlo todo al presente”. Al final de estas líneas, nuevamente la pregunta inicial: ¿Puede darnos Camus alguna base para reflexionar en este momento? ¿Hasta qué punto su examen de la rebeldía es aplicable a la confusa situación actual? Todo esto es cuestionable.
Lo cierto es que no podemos leer hoy las siguientes palabras de El hombre rebelde con el mismo estado de ánimo con que pudimos haberlas leído hace diez o quince años: “No sabremos nada mientras no sepamos si tenemos el derecho de matar a este otro que tenemos enfrente o de consentir que se lo mate. Puesto que hoy toda acción desemboca en el crimen directo o indirecto, no podemos actuar antes de saber si o por qué debemos matar”.
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Lucía Piossek Prebisch – Doctora en Filosofía, profesora emérita de la UNT.