1) Nada que ver con el Tucumán actual. Borremos por un instante el mapa de la provincia que tenemos impreso en la memoria. Viajemos hasta ubicarnos a fines del siglo XVIII. De 1776/ 1777 data la creación y consolidación del Virreinato del Río de La Plata, dividido en 1782 en una serie de intendencias. A nuestro territorio correspondía la de “Salta del Tucumán”, abarcando ambas provincias, más Jujuy, Santiago del Estero y Catamarca. A la cabeza estaba un gobernador intendente, que respondía directamente al virrey. Por eso, cuando se habla del Tucumán colonial nos estamos refiriendo a lo que hoy denominamos NOA. No es un dato menor.
2) ¿Ciudad o aldea? A propósito, ¿qué se sabe de aquel San Miguel de Tucumán de 1810? Si pegamos el radio urbano en un mapa de la capital tal como la conocemos hoy, estaba delimitado por las calles Santiago (al norte), Lavalle (al sur), Avellaneda/Sáenz Peña (al este) y Salta/Jujuy (al oeste). Esos eran los límites, por ejemplo, de la vigilancia nocturna. Fuera se ese rectángulo había algunas quintas, sembradíos o, directamente, monte.
3) Calidad de vida... en deuda. Sigamos. La plaza Independencia era un cuadrado sin ornamentos, un yuyal en el que pastaban los animales y lleno de hondonadas, algunas tan profundas que los muchachos se bañaban frente a la iglesia Matriz (hoy la Catedral). Los edificios más destacados eran el Cabildo (donde hoy se erige la Casa de Gobierno), el convento fransciscano, que había sido de los jesuitas (al frente); y las viviendas de José Molina (24 de Septiembre y Maipú) y de Diego Villafañe (San Martín y Laprida), distinguidas por contar -nada menos- que con un primer piso. Ninguna calle estaba empedrada, así que la lluvia las convertía en barriales. Casi no había veredas y en las esquinas pusieron postes para que las carretas no provocaran destrozos al girar. ¿Iluminación pública? El primer farol de cristal llegó en 1813, los que se usaban antes eran de papel. Y de la calidad del agua de pozos mejor no hablemos. Mejoró a partir de la acequia mandada a construir por Bernabé Aráoz en 1816.
4) Para fiestas, la religión. Sí, las grandes manifestaciones populares giraban en torno de la fe. No extraña que en una sociedad profundamente católica la gran convocatoria anual haya sido la celebración de San Miguel Arcángel. Seguían las de Semana Santa y Corpus Christi, más las procesiones lideradas por San Simón, San Judas Tadeo y Santa Bárbara (en su caso para rogarle que no se desataran tormentas). Después de la batalla de 1812 cobró fuerza la devoción por la Virgen de La Merced.
5) Espíritu patriótico. Lo que no les faltaba a los tucumanos era fervor y lo demostraron en ocasión de las invasiones inglesas. Cuando llegó la noticia de la primera de ellas (7 de julio de 1806) Tucumán envió una tropa comandada, en las distintas compañías, por Diego y Bernabé Aráoz; Salvador de Alberdi, Juan Venancio Laguna, Máximo Molina, Manuel Pérez de Padilla, Javier Ojeda y Diego Ruiz de Huidobro. El contingente llegó tarde, porque los británicos ya habían sido vencidos. Volvieron con prisioneros ingleses (13 de esos soldados se casaron con tucumanas y se quedaron a vivir en la provincia). En enero de 1807 Buenos Aires pidió soldados de refierzo y Tucumán mandó 100 hombres equipados y uniformados. Estaban listos para la lucha y lo demostraron con bravura cuando se produjo la segunda invasión. Sin olvidar el aporte de dos tucumanas que hicieron historia durante esos años: Manuela Pedraza (en el campo de batalla) y Agueda Tejerina de Posse (quien lanzó una proclama que caló hondo en la sociedad provincial).
6) Un trío indomable. Esa llama combativa había prendido con intensidad en muchos corazones y ardió apenas se iniciaron las luchas por la independencia. Por caso, tres tucumanos fueron protagonistas de esos movimientos en el Alto Perú (lo que hoy conocemos por Bolivia), región que formaba parte del Virreinato. Cuando se produjo allí el alzamiento de 1809 -luego reprimido- sobresalió el accionar de dos figuras educadas en Chuquisaca: José Antonio Medina, redactor de la constitución del gobierno revolucionario de La Paz, y Bernardo de Monteagudo, propagandista del movimiento y autor del “Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII”. Por su parte, Ildefonso de las Muñecas fue cabecilla de rebeliones indígenas contra los españoles, hasta que lo capturaron y asesinaron. Es curioso que calles del radio céntrico de la capital lleven los nombres de Monteagudo y de Muñecas, y que Medina no cuente con ese honor.
7) Las ideas revolucionarias fluyen en secreto. Superadas las invasiones inglesas, la Colonia era un hervidero alimentado por el avance de Napoleón en España. La revolución se cocinaba a un fuego cada vez más intenso. En 1808, el coronel salteño José Moldes emprendió una gira por las intendencias. ¿Su misión? Palpar el terreno e irradiar las ideas independientistas. En Tucumán eligió como interlocutor a Nicolás Laguna, quien saldría a la palestra con fuerza en 1810. El jesuita Diego León de Villafañe reveló una conversación que había mantenido con Laguna, quien le dijo: ante la falta de rey el poder debe recaer en el pueblo. Laguna fue dos veces gobernador y, tras recluirse en Tafí del Valle, murió en 1838.
8) Hablando del Cabildo... Como la sede en la que funcionaban las oficinas del Estado y desde donde se gobernaban las ciudades durante la Colonia, podría pensarse al Cabildo tucumano como un edificio de cierta imponencia. Nada que ver. Apenas en 1799 empezó a perfilarse como un solar más o menos en buenas condiciones, aunque en 1810 estaba a medio hacer. Hubo que esperar hasta 1840 para que se completara (14 arcos por planta y en el medio una torre, en la que funcionaba el reloj que hoy está en la Catedral). Ese Cabildo que, a la distancia, debió tratar los históricos hechos de la revolución, 100 años más tarde ya estaba demolido. Un clásico de la piqueta tucumana.
9) Lo que tarda una noticia. Con lo que llegamos al 25 de mayo de 1810. Mientras en Buenos Aires se designaba la Primera Junta y caía el poder virreinal, la apacible vida tucumana seguía su curso otoñal, cada vez más cerca de las habituales heladas. La prueba testimonial sobre esa ignorancia histórica se refleja en las actas del Cabildo, cuyos miembros se reunieron el 28 de mayo y el 3 de junio para tratar asuntos menores. De la Revolución, ni noticias. La explicación está dada por la distancia con el Río de la Plata (1.200 kilómetros) y por los medios. Un viaje en carreta (no había diligencias ni mensajerías) podía durar hasta dos meses, como lo narró Juan Bautista Alberdi en 1824. Era toda una aventura por culpa de los pésimos caminos, los ríos crecidos y la acechanza de aborígenes o delincuentes.
10) Buenos jinetes acortaban el proceso. El 26 de mayo, la Primera Junta envió oficios a todos los rincones del Virreinato. ¿Qué pedían a los Cabildos? Adhesión a lo decidido en Buenos Aires el día anterior y la designación de un representante para integrar una futura junta ampliada de Gobierno. Esos oficios no viajaron en carreta, sino a caballo y a la máxima velocidad. A Tucumán el oficio llegó el 10 de junio, por lo que se convocó a los cabildantes para el día siguiente. Pero antes...
11) “Esto es una jarana”. Vale detenerse en el testimonio de José Manuel Silva, un acaudalado propietario y comerciante tucumano al que le tocó estar en Buenos Aires en mayo de 1810. Al día siguiente de la revolución le escribió una carta a José Gregorio Aráoz, con un resumen -muy a su manera- de lo que había pasado, por supuesto que sin entender el fondo de la cuestión. Lógico: Silva había viajado para hacer negocios y no tenía idea del cariz político de la Revolución. Estaba inquieto. Le decía a Aráoz que estaba dispuesto a “mandarse mudar”. “Esto no está nada bueno” y “no sé hasta ahora quién nos gobierna”, apuntó además. A Silva, privilegiado testigo de la historia argentina, todo le parecía “una jarana”.
12) “Cabildo abieto” a la tucumana. ¿Qué pasó el 11 de junio, cuando se hizo público en la provincia lo sucedido el 25 de mayo? Simple: seguir la vía jerárquica. Recordemos que Tucumán formaba parte de una intendencia que abarcaba todo el NOA, y el gobernador -Nicolás Severo de Isasmendi- residía en Salta. Así que el Cabildo le pasó la pelota y quedaron a la espera de instrucciones.
13) Finalmente, somos parte de la Revolución. Isasmendi respondió rápido: informó que Salta había decidido acatar lo resuelto por la Primera Junta e instó a Tucumán a que hiciera lo mismo. Con lo que llegamos al Cabildo Abierto del 25 de junio de 1810, en el que Tucumán abrazó la causa de Mayo y eligió a Manuel Felipe Molina para que la representase en la futura Junta Grande. Pero hubo durante la deliberación un episodio que merece rescatarse.
14) El factor Alberdi. Al parecer, cuando se inició el debate las posturas no estaban para nada definidas porque a muchos no les simpatizaba la unión con Buenos Aires. Es más, una intervención de Nicolás Laguna, en favor de una apertura a las opiniones de quienes vivían en lo que es hoy el interior de Tucumán -lo que hubiera pospuesto cualquier definición- enturbió más las aguas. El que encarriló las cosas con su intervención fue Salvador Alberdi, padre de Juan Bautista, de acuerdo con la narración de su hijo. En fin, esto no figura en las actas del Cabildo, que se limitan a informar que la votación corroboró la postura de Isasmendi. Fue entonces el 25 de junio de 1810 la fecha en la que Tucumán, finalmente, se integró formalmente a la Revolución. Sí, un mes más tarde.
Fuentes documentales: Carlos Páez de la Torre (h), Julio P. Ávila, Ricardo Jaimes Freyre, Liliana Meyer, Lucio Reales.