Por Fabián Soberón

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

Sin temor, subo al auto. Unos pocos vehículos zumban como moscas solitarias en la avenida. Manejo despacio, pidiéndole al asfalto una contemplación que ahora no tiene. Recorro las calles que son un páramo e indago en los recovecos de las esquinas, como si fuera un detective rudimentario que pesquisa los amantes furtivos del verano. Pero mi investigación no es el resultado de una morbosa pasión palaciega ni una búsqueda insulsa producto del chisme fatuo. No. Busco, entre las rendijas del porvenir, si hay alguien tirado en la calle, ya sea enfermo o en vías de un síntoma físico.

Los arboles siguen ahí, intactos, indiferentes al transcurrir devoto o al caminante que divaga solo en las veredas aburridas, sin por qué.

Estaciono cerca del centro de compras.

Al llegar, encuentro lo que ya sospechaba: una cola enorme. Es el inevitable prólogo a la módica farmacia. Mi propósito es nimio o menor: busco una crema para la piel. Pero no digo nada. En la espera inútil, una señora se baja de una moto. Un hombre grande, provisto de una barba hirsuta, conduce el vehículo de dos ruedas. La mujer, obesa y orgullosa de sus excesos, mueve lentamente sus piernas en la vereda limpia. Como estoy aburrido –no he traído ningún libro que atempere la espera—me dedico a seguir los pasos que esta señora realiza antes de colocarse en la cola, a mi lado.

Después sabré que se llama Edelmira y que tiene tres hijos en edad de trabajar. Que están de vagos en la casa, mirando la tele o con el celular por horas. Ahora revisa una hojita blanca o un pedazo de papel que parece una receta.

Rápidamente entra en diálogo, aunque yo no le he pedido nada. Me dice que está apurada y que esto del coronavirus es una macana porque no se puede hacer nada ni salir a trabajar para juntar un manguito. Usted sabe, sigue la mujer, que ahora el gobierno nos dará una ayuda. Eso es bueno, ¿no le parece? Lanza la pregunta en el aire y nadie le devuelve una respuesta. Los anteriores eslabones de la cola están con sus celulares o atentos al movimiento en el interior de la farmacia. La mujer no grita pero su voz es potente.

Frente al silencio general, me veo en la obligación de responder: digo que la ayuda del gobierno es una buena iniciativa.

Ella intercepta mis palabras: dice que es una gran ayuda para los que menos tienen. Pero que ella está más preocupada por sus hijos –dice los nombres de cada uno—porque si ya antes no hacían nada ahora menos. Están tirados en las camas, como pulgas.

Yo sonrío.

Edelmira mira hacia el costado y el hombre de la moto tiene el celular entre manos. Mira fijo el aparato. Ella lo inspecciona, lentamente, y luego vuelve la cabeza hacia la cola. Parece que solo quiere constatar algo. No sé qué es. Tampoco lo sabré después.

Me dice que los hijos son unos vagos de mierda. Yo me sobresalto. No me preocupa tanto la vagancia como el uso de ciertas palabras. No soy propenso a la vocalización pública de algunos términos.

Ella ni se inmuta. Me pregunta si yo sé lo que pasa con este virus de mierda.

Apenas muevo la cabeza. De repente, como un milagro, me acuerdo que he dejado un libro en la guantera del auto. Regreso al estacionamiento. La mujer me guarda el lugar.

Vuelvo a la cola. Le doy las gracias. Ella me mira, registra mis manos y hace un paneo leve de mis dedos, como si quisiera saber qué hago con ese objeto desconocido.

Busco la página marcada por el señalador. Empiezo a leer el párrafo en el que he quedado.

La mujer arremete de nuevo. Me pide que le explique qué va a pasar con los jubilados. Le doy mi versión del asunto. Nada estudiado, solo una reflexión del momento, para salir del paso.

Edelmira repite que el virus es una mierda, que está muy preocupada por la doña de la casa porque va a pensar que no quiere ir a trabajar y que no es eso sino que el gobierno pide que nos quedemos en la casa; está preocupada por las changuitas de su marido –mira hacia la moto; el hombre la mira, también--; está un poco asustada. El viento frío del invierno empezará a venir. Edelmira se acomoda la pollera. Es larga, muy larga, le tapa las rodillas. Saca un pañuelo y se seca la frente. La humedad en esta ciudad es una condena.

Retomo el libro. Apenas recorro la página con la vista y escucho su voz, de nuevo. Dice:

“Este virus de mierda nos va a matar. La gente que sabe dice que el virus sale a la calle y que se mantiene en el aire tres horas, que contagia todo lo que toca y que no hay nada que lo detenga. Es un demonio el virus”.

Levanto la cabeza. La miro. Ella me mira. Está angustiada. Sigue:

“Nadie sabe la hora. El virus sale y arrasa. ¿Me entiende? Ahora mismo el virus está dando vueltas. ¿No le parece peligroso?”

Le digo que no sé la hora, que nadie sabe la hora. Ella sonríe.

Me dice que no me haga el pícaro.

Felizmente, la cola avanza. Entro a la farmacia. Saco número. Ella queda del otro lado de la puerta.

Me pregunta si sé a qué hora sale el virus.

Tengo el número en la mano. Muevo los hombros indicando que no tengo la respuesta.

“Claro, nadie sabe. Pero el virus anda tres horas dando vueltas. Nos está matando el virus. Hago mal en salir”.

En la pantalla del televisor, el presidente hace un anuncio. La pantalla me absorbe por un momento. Giro mi cabeza y la veo. Ella ha salido de la cola y camina en dirección a la moto. El hombre le hace una seña con la mano mientras la espera. Cuando Edelmira está a su lado, algo le dice. El hombre arranca el motor. Ella se sube. Se van.

Pido mi crema para la piel. Pago y subo al auto raudamente.

El virus está entre nosotros.

© LA GACETA

Fabián Soberón – Escritor.