Por Luis Montenegro
PARA LA GACETA - BUENOS AIRES
Nunca esperé visitar el fantástico mundo que habitaba Jorge Luis Borges. Borges, que había fascinado mis lecturas juveniles con su prosa musical y perfecta. Borges, fundador mítico de Buenos Aires de la que siempre me sentí devoto ciudadano. Borges, paradigma del sentido ético de la vida. Borges, asombrado por Sarmiento y por su obra educadora. Borges, sus milongas por cuartetas y la “Esquina Rosada”. Borges, que me permitió morir con Narciso Laprida en su Poema Conjetural. Borges, feliz conjunción de inteligencia y de talento.
Un encuentro fortuito en los años 60 brindó la oportunidad para que me explicara que la amistad de su abuelo, el coronel Francisco Borges, con mi tatarabuelo, el coronel Benito Machado, lo había alentado a incluir el nombre de éste en el relato Biografía de Tadeo Isidoro Cruz. Nuestros antepasados se vieron por última vez, combatiendo bajo las órdenes del general Mitre, en la aciaga batalla de La Verde, en la que Borges perdió la vida y Machado resultó gravemente herido.
Intervención
Quince años después del primer encuentro, la voz cálida de Adolfo Bioy Casares sonaba preocupada a través del teléfono: su dilecto amigo requería asistencia médica. Acudí a su casa de inmediato. Al entrar, me sorprendió la perfecta sencillez que adornaba el departamento de la calle Maipú. Borges me aguardaba sonriendo y balbuceando tímidos agradecimientos que trasuntaban su resignación por tener que ocuparse de las cosas del cuerpo. Me permitió que lo examinara. Conocí así su dormitorio que remedaba una celda monacal, con su también modesto camastro. Una lámina con un tigre de Bengala hacía marco a su cabecera. Recostado, recorriendo con su mano derecha la desnuda pared vecina, me confió que acariciar su frialdad era la forma de despertar y establecer así el límite entre lo onírico y lo real.
Repasé con cuidado sus exámenes y finalmente le propuse operarlo. Sin interponer preguntas ni requisitos de tipo alguno, aceptó de inmediato...
Con su clínico, Alejo Florín programamos su internación en la forma más discreta posible, pero inexplicablemente fracasamos. Una guardia de periodistas nos sitió sin darnos respiro desde el momento mismo de su internación en Cemic el 3 de septiembre de 1979. María Kodama estuvo a su lado. Borges demostraba una ansiedad inocultable por saber si ella se encontraba cerca y la reclamaba. Bioy Casares y su mujer, Silvina Ocampo, junto a Vlady Kociancich, formaron parte del pequeño grupo de amigos que lo acompañaron con afecto en esa circunstancia. La intervención transcurrió sin la menor zozobra. Conté para ello con un paciente dócil que no emitió una sola queja. La anestesia peridural que le administró con pericia Alfredo Martínez Vivot nos permitió de algún modo dialogar durante la operación. Aprendí así por boca de mi ilustre tocayo, que el nombre Luis, originado en Ludwig, significa “clamoroso en el combate”. Recuerdo también vívidamente la sorpresa de oírle recitar el Padre Nuestro en diferentes lenguas sin olvidar por cierto hacerlo en anglosajón. Lo hizo explicando y comparando los diferentes textos, pero no pasó inadvertida la curiosa reacción de un declarado agnóstico frente al riesgo que supuestamente vivía.
Cada vez que he repasado ese recuerdo se me ha ocurrido, respetuoso y solidario con el poeta, interpretarlo como un reflejo cultural.
El cirujano pudo dormir tranquilo. Sus temores y preocupaciones se esfumaron frente a la probada fortaleza del escritor, que ansiaba regresar a su tarea intelectual. Lo ilusionaba poder cumplir también con una invitación del gobierno japonés para viajar al viejo imperio con María Kodama. El destino, felizmente, no lo defraudó.
Durante su convalecencia, lo visitaba en su casa para acompañar su buena evolución y disfrutar del privilegio de su intimidad. Fui allí testigo de sus comidas frugales y apresuradas. La selecta biblioteca junto a su mesa transmitía una mágica sensación sobre el ambiente. Un modesto mobiliario, resaltado por algún mate de plata colonial, completaba la escena. Solamente el cuarto de la que fue su madre presentaba detalles cuidados, que Borges conservaba con unción. Su gato blanco, Bepo, acompañaba nuestras charlas dormitando, mientras yo lo escuchaba intentando disimular mi avidez.
Siempre se mostró cómodo y relajado en aquellos encuentros en los que jamás demostró interés alguno por las cosas personales de su inquisidor cirujano. Nuestro conocimiento había quedado suficientemente detenido en la recordada amistad de “nuestros abuelos”, sobre la que le agradaba volver con cariño.
El poeta estaba acostumbrado a responder, a que se interesaran por sus ingeniosas opiniones, a permitir que se acercaran a sus personajes de ficción, los que iluminaba con textos que brotaban de su asombrosa memoria.
Conocí de su boca la realidad de aquel hijo de familia ilustrada, viviendo en el peligroso Palermo vecino al arroyo Maldonado. La escuela pública de la zona lo contó como aventajado alumno. Allí se sorprendió primero con la bravura y agresividad de sus compañeros y luego con el coraje legendario de sus padres: los malevos de cuchillo al cinto. Me contó que en tardes estivales y acompañado de otros chicos visitaban a algunos de estos personajes, que hacían para su deleite algunas demostraciones de esgrima puñalera usando inofensivos palillos de tambor. El mismo vivió alguna vez la emoción de perder el “arma” de la mano ante el “ataque” del experimentado anfitrión.
Más tarde, en los años en que trabajaba en una alejada biblioteca, tuvo ocasión de encontrarse con el que, más tarde, escondido tras un nombre de ficción, inmortalizó con Astor Piazzolla en una de sus milongas: Jacinto Chiclana. Cruzaron unas pocas, pero cordiales frases. Al despedirse, el matón le ofreció la naranja con la que había estado jugando durante el encuentro. Borges la aceptó de inmediato. Siguió camino a su casa acariciando la fruta y gozando la distinción de ese inusual regalo, con el que pareció sacralizar su amistad metafísica con los dueños del mitológico puñal.
Asepsia y confesiones
Nuestras charlas eran calmas. Lo fastidiaban las interrupciones por visitantes inesperados, algunos de los cuales vi despedir sin cortesía:
-Bueno, Georgie -se quejó una amiga intrusa y poco dispuesta a renunciar a su propósito-, si no puedo verte ahora, ¿cuándo te parece que puedo regresar? Borges le espetó:
-Desearía que fuera dentro de dos o tres años.
Su vida transcurría asépticamente, aislada de todo contacto con lo vano o superficial. Comprensible entonces que en su casa no hubiera diarios, radio ni televisor. Era simpático comprobar la curiosidad que le despertaban nombres que le eran extraños en absoluto: Christian Dior, el Chapulín Colorado, Guillermo Vilas, etc. Sus selectas amistades, respetando esas reglas de juego, se acercaban a él dispuestos a discutir sólo ideas de alto voltaje intelectual. Sin embargo el escritor, demostrando indulgencia, me hacía depositario con llaneza de confidencias y recuerdos. Sus opiniones llevaban como glosa el recitado cadencioso y seductor de estrofas o párrafos enteros de los textos que amaba.
Fue difícil ocultar mi asombro cuando me confesó que en su juventud, lleno de temor y de vergüenza, simulaba encuentros casuales con Leopoldo Lugones cuando este dejaba su tarea periodística. La inocente artimaña le valía el privilegio de caminar un par de cuadras por la calle Florida escuchando al escritor que veneraba.
En esos tiempos su inexplicable modestia le sugería también, al concurrir a la peña que presidía Macedonio Fernández los sábados por la noche en “La Perla del Once”, a faltar semana por medio, para lo cual debía domar irrefrenables deseos. Recordaba que el tema recurrente en aquellas tertulias era la muerte y que durante las mismas, su admirado Macedonio forcejeaba con las piezas de la dentadura a guisa de “clavijas de guitarra” con el fin de “facilitar su inexorable caída”.
Indiferencias y preferencias
No reconocía valor alguno en la obra de Roberto Arlt, ni morales al Martín Fierro, al tiempo que se confesaba admirador de la pluma de su amiga Silvina Ocampo. Y luego, también, su resignación por la ceguera y la tartamudez; su devoción por el Facundo, por Las Mil y Una Noches, por las novelas policiales, por el cine; las travesuras literarias con su querido Bioy; su admiración por Dante, por Shakespeare, por Carriego, por Chesterton, por Chejov; su amor por Buenos Aires, por Montevideo y por Ginebra; su indiferencia por Neruda, por Sabato y por el dinero; su desprecio por Rosas; su asombro anticipado por Japón, que anhelaba conocer; por su propia fama, que consideraba inmerecida; y por el retorno del peronismo.
¿Y qué más de aquel encuentro inesperado? Su figura de gris riguroso en penumbras, su cabeza erguida con las manos corvas apoyadas en el lomo del bastón y un leve temblor en sus labios como rezando metáforas; el látigo de su ironía; el buceador de perlas literarias; el detector infalible de ripios poéticos; su cultura infinita; la patria planetaria; los sueños, la muerte, los laberintos y los sables; su curiosidad por la etimología; su vocación para la infelicidad; su letra pequeña en unas líneas agradecidas, y el adiós que nunca nos dijimos.
(c) LA GACETA
Luis Montenegro - Médico.