Cuando en el 2001, Oscar Lucero conoció en piel propia esa extraña vibra entre el miedo a las agujas y el hormigueo de la tinta, su primer paso por un estudio fue apenas fugaz. Un amigo lo había introducido en la cultura oriental y él, en busca de lo exótico, quiso tatuarse su nombre en japonés.

A partir de ahí pasaron los años, las tardes en la pileta con el kana de su espalda al descubierto y las clases de la universidad sin mayores imprevistos, hasta que, en el 2012, un médico le dio la noticia. Oscar tenía cáncer de colon y debía someterse a una cirugía. A la seguidilla de sucesos que llegaron después la cuenta de memoria: están las sesiones de quimioterapia, el postoperatorio, los tratamientos y, en pleno 2017, otra recaída e intervención quirúrgica.

Durante ese tiempo su cuerpo cambió, pero antes que darse por vencido él prefiere mostrar cómo la situación lo marcó a nivel afectivo y emocional. Mientras se arremanga la camisa blanca, la imagen de dos clavos entrecruzados aparece en su brazo. “Esto representa lo que cada persona lleva como su cruz. Ya sea una enfermedad, dolor, pena o depresión esta carga es para el resto de nuestra existencia. Es lo que nos toca y, en vez de sufrir o atormentarnos por eso, hay que llevarla con dignidad y actitud”, explica el arquitecto de 36 años.

El registro también está en su pantorrilla y tiene la forma de un lazo estrellado (símbolo universal de la lucha contra el cáncer). “El ver los tatuajes cada día me ayuda a recordar lo importante y las cosas buenas que ocurrieron. Te das cuenta de lo efímero que es nuestro paso y aprendés a valorar cada detalle y a las personas que permanecen a tu lado”, agrega.

El último rastro está en la espalda y se camufla a la perfección. Mezclado con el alfabeto nipón hay unos pequeños puntos y siglas que representan los marcadores tumorales. Estudios que Oscar debe hacerse perpetuamente cada tres meses. Pasado, presente y futuro, los tres se condensan entre tinta negra y ansias de superación.

Por siempre Panda

EL VALOR DE LA LUCHA DIARIA. Oscar Lucero se grabó tatuajes con significado en su pantorrilla y en su espalda.

El día en que Panda llegó a casa, Juan María Morelli poco podía imaginar que aquella cachorra weimaraner se convertiría en un soporte ante las contingencias de la vida. “Con mi pareja, Noelia Gorno, decidimos que esa raza era la ideal porque se lleva bien con los niños. En ese momento, estábamos buscando nuestro primer hijo y la perra nos acompañó a través del proceso. Lo llamo así porque luego, lamentablemente, perdimos al bebé. Hubo una intervención y fue una situación triste para nosotros”, expresa.

En las semanas que siguieron, Panda se atrincheró en la habitación donde Noelia reposaba, sin desviar su atención. “Siempre fue compañera, aunque en ese período tuvo algo especial. No sé cómo expresarlo con palabras”, afirma Juan. Sin embargo, luego de su rutina de salir a dar vueltas por el barrio, un día Panda nunca regresó al hogar. ¿Un robo? ¿Accidente? La duda continúa y es en homenaje a aquel cariño fiel que Juan quiso tatuar su rostro. Desde hace dos años, el simpático hocico negro y los ojos verdes de Panda ilustran su pierna derecha. Lo que Panda jamás sabrá es que, dos intentos después, llegó a la familia Baltasar. Un bebé regordete, de casi un año, y que pronto necesitará también de un amigo de cuatro patas.

Artista & cyborg

Existen escasas personas que, como Natalia Mamaní, pueden jactarse de que su omóplato es capaz de interactuar con dispositivos electrónicos. ¿El motivo? Hace dos años, la artista se tatuó un código QR en la espalda y -al acercar el celular- el escaneo nos abre un mundo autorreferencial.

“La idea surgió como un mapeo del cuerpo y un lugar en donde se podían almacenar esos recuerdos. Recuerdos, como memoria que nos construyen. Además, pensaba en lo corpóreo como dispositivo y en su encuentro con la tecnología”, explica Natalia, quien fue atraída por las premisas del libro “Manifiesto Cyborg”, de la escritora Donna Haraway.

CÓDIGO QR EN LA PIEL. Natalia Mamaní invita a visibilizar un mundo autorreferencial.

En la génesis de esta fusión yacen remembranzas de la infancia, coloridas escenas que volvieron a la vida gracias a unos videos VHS que encontró en la casa de su papá. Filmadas por ella a los 10 años, estas “películas” narraban historias sobre la vida de los dinosaurios y, a medida que el rodaje avanzaba, las manos inquietas de sus hermanos movían los juguetes.

“El enlace del código QR lleva a un audio que extraigo de esos videos y mis poemas actuales. Es una edición en donde todo parece estar mezclado, y sin embargo se entienden algunas palabras y podés construir un relato. En ese audio quería hacer un recorrido de como fui transformándome, mutando y cuestionándome”, narra esta gestora cultural y licenciada en Ciencias de la Comunicación.

A gusto y piacere

Acabás de conocer en una reunión a un nuevo chico o chica, y automáticamente tu atención se centra en esa manga con animales salvajes o la cruz que se esconde entre la media y la pantorrilla. Entonces, en busca de alguna conversación les preguntás su significado, listo para una buena anécdota o confesión íntima. “Nada, lo hice porque me gustaba este dibujo”, contestan sin más.

Ahí es donde se abre la eterna disputa entre aquellos tatuajes que marcan etapas o eventos y las tendencias del mercado. Series retros, memes de gatos llorando, Maradona dotado de unas alas de ángel y pateando la snitch dorada, “El Potro” Rodríguez con una sonrisa XL que alcanza el pupo… ¿Son necesarios los argumentos sensibles para validar nuestros tattoos?

“No soy partidaria de que los tatuajes tengan un significado profundo. Para mí, ante todo, implican una decisión estética. Lo frustrante es que hay personas que están indecisas en su diseño y optan por lo que ven en las calles o en las redes sociales”, explica Cecilia Reinoso ante la pesadilla del sinfín de caras de Joaquin Phoenix. En “Sociedad Secreta”, el estudio donde trabaja, desde hace varios años las brújulas, los lobos feroces, los sabios búhos y los relojes son una moneda corriente.

Lucha dérmica

Hay veces en que las treguas con el pasado no se acaban, sino que, al contrario, perduran en la mente para construir y reconstruirnos. Cuando Nora llegó al estudio del tatuador Walter Isa tenía en claro dos cuestiones: la primera, es que nadie más volvería a abusar sexualmente de ella. Y, la segunda, que desde ahora tendría un tatuaje para demostrarlo.

“Las mujeres constantemente pasamos por situaciones en las cuales los hombres eligen y disponen de nuestro cuerpo por nosotras. En las casas de familiares, amigos, fiestas o boliches hay abusos y actos sexuales sin consentimiento total. Esa carencia es la que quería plasmar en mi cuerpo”, afirma. La evidencia llega a través de unas letras negras y simples que gritan “no” desde la zona íntima.

“Por supuesto, con esto no niego que puedan pasar malas experiencias. Se trata de continuar visibilizando mi lucha individual y la de las mujeres. Mi negación ante el abuso y a ser forzada está ahí. Es total y la llevo escrita en el documento que es mi piel”, finaliza la modelo.