Por Cristina Bulacio

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

La filosofía –como la ciencia, la teología o la literatura– es lenguaje. Somos una especie frágil que en un largo proceso evolutivo trasvasa su experiencia sensible, al universo de la palabra; habitamos lingüísticamente. El lenguaje inaugura un espacio simbólico. Sin embargo, la palabra es más que la levedad de un sonido; su sentido trasciende su intención de significar; cierta capacidad de evocación conduce al hombre a configurar mundos posibles. Es el juego entre lo uno y lo múltiple, entre la unidad del concepto y la multiplicidad del universo. Ello hace posible la filosofía

La filosofía, este pensar insistente, profundo y a veces riesgoso sobre nuestra dignidad y el sentido de nuestra existencia, nos es connatural, pero solo algunos se atreven a empuñar este saber con coraje y osadía. Esos espíritus lúcidos –filósofos, poetas, artistas, científicos– reconocen la precariedad de las verdades proclamadas como eternas, la obsolescencia de ciertos principios, la irremediable inconsistencia de la política, las injusticias que nos acosan, la urgencia de practicar la tolerancia. Y serán ellos los que tejan las grandes utopías, los que propongan ideas fuerzas en una época, los que iluminan el camino del conocimiento. La cultura descansa en esos pensadores. Y eso es hacer filosofía.

El hombre es artífice de sí mismo, esa es la sustancia de la condición humana. Y dada su finitud, no tiene acceso a perspectivas absolutas, ni materiales ni espirituales. Somos fatalmente el aquí y el ahora en cada tiempo y en cada cultura. Sin embargo, en el ejercicio del pensar descubrimos una única certeza: una profunda aspiración hacia lo Otro de sí, hacia lo que trasciende lo sensible, hacia lo permanente, hacia lo eterno. Esa búsqueda es reiterada, ilusoria, inútil, pero fructífera, porque a pesar de múltiples argumentos en contra, ello puso en marcha nuestra potencia creadora. Kant llama “escándalo de la razón” a reconocer que no hay evidencias definitivas sobre ciertos temas fundamentales para nuestra vida, como la libertad, lo sagrado o la eternidad. Pensar en esa dirección –e insistir en ellos a pesar del fracaso– es hacer filosofía.

La búsqueda de la verdad es la esencia de la filosofía y de la vida misma. Ella es la gran pregunta que se formula nuestra disciplina desde los griegos hasta nosotros. Pero también sabe la filosofía que la verdad es una dama esquiva a la que siempre se busca en la esperanza de apresarla definitivamente y siempre, siempre, se escabulle entre los dedos. En ese intento la ciencia inventa descripciones del mundo para predecir los fenómenos; la filosofía y la poesía, por el contrario, las inventan para comprenderlo. Y esa búsqueda es un gesto filosófico.

La filosofía cuenta con la racionalidad del universo para hacerlo nuestro hogar. Borges, por el contrario, juega con su irracionalidad y nos alarma: “[…] no hay un universo en sentido orgánico, unificador que tiene esa ambiciosa palabra” 1. E imagina, para nuestro consuelo, “un secreto diccionario de Dios” donde figuraría toda la verdad sobre él. Nos queda así la esperanza de que, de conocer ese enigmático libro donde figurarían los ajustados nombres de los pájaros, de los árboles, de las flores, de los amaneceres…y de cada uno de nosotros, podremos ingresar en un ámbito de misterio que nos es esquivo. Intentarlo es, quizás, un modo distinto de hacer filosofía.

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Cristina Bulacio – Doctora en Filosofía. Profesora consulta UNT.

Nota

1.- “El idioma analítico de John Wilkins”, en Otras Inquisiciones.