Por Jorge Elías, Télam.-

Poco antes de su muerte, Abu Bakr al Baghdadi, alias el califa Ibrahim, había reformulado la distribución geográfica del Daesh, ISIS o Estado Islámico en una veintena de países. El divorcio de las huestes del otro difunto más buscado por Estados Unidos, Osama bin Laden, selló las diferencias. El autoproclamado califato supuso algo ajeno al ideario de Al Qaeda.

Un estadio superior: establecerse en regiones bajo el imperio de la sharia (ley islámica), de modo de aprovechar el malhumor social frente al maltrato de las autoridades chiitas, aupadas por Irán y tropas extranjeras, contra la otra rama del Islam, la sunita.

De pronto, un grupo de hombres vestidos de negro arribó a Mosul, la segunda ciudad de Irak. Despuntaba junio de 2014. Portaban armas, pero, a diferencia de soldados iraquíes, mandones y corruptos, se mostraban respetuosos.

Con su presencia cesaron los saqueos. Un día decidieron retirar los bloques de hormigón que afeaban las fachadas ¿Era el final del caos derivado de la guerra iniciada con la invasión de Estados Unidos y sus aliados en 2003? Pocos sabían quiénes eran. Acaso miembros del viejo ejército de Saddam Hussein o radicales de Al Qaeda. Eran lobos con piel de cordero.

La guerra en Siria desde 2011, en medio de la Primavera Árabe, tendió un puente para desplazarse a ese territorio después de haber sentado sus reales en Irak. En ambos países sometieron a millones de personas a un régimen de terror y captaron a miles de reclutas de más de 110 nacionalidades.

La pérdida del califa Ibrahim es sólo un alivio. La victoria de Donald Trump, como la de Barack Obama cuando cayó Bin Laden en Pakistán en 2011, puede ser el fin de una era, no necesariamente de la organización ni de la ideología.

El Daesh, como odia ser llamado, no tuvo piedad con cristianos, yazidíes y otras minorías ni respetó fronteras con sus atentados.

Las fuerzas especiales de Estados Unidos localizaron a Baghdadi en el norte de Siria, gracias a la colaboración de los kurdos, dejados a su merced frente al ejército turco y sus socios por el repliegue de las tropas norteamericanas.

Así, las Fuerzas de Siria Democrática, lideradas por los kurdos, tomaron Baghuz, último bastión del Daesh, después de cinco años de combates. El primero en enterarse fue Vladimir Putin, el mayor defensor del régimen sirio. Bashar al Assad salió fortalecido por la presencia rusa y el intercambio de favores con el presidente de Turquía, Recep Tayip Erdogan, empeñado en exterminar a los kurdos.

El califato se quedó sin califa después haber creado un Estado paralelo en Irak y en Siria, con Mosul y Raqqa como capitales. La capacidad de autofinanciarse, con una fortuna calculada en 2015 en 2.000 millones de dólares provenientes del crimen organizado, sentó un precedente ineluctable.

Al Qaeda, en forma paralela, apuntalaba sus filiales en Afganistán, Somalia, Yemen y el norte de África. Los del Daesh tienen su propio manual, titulado The Management of Savagery (La gestión de la barbarie). Lo escribió un tal Abu Bakr Naji, muerto durante un ataque aéreo de Estados Unidos en 2018. La yihad, dice, sobrevive a sus líderes.