La primera semana de Alberto Fernández como presidente electo de la Argentina muestra que su futura gestión se presenta marcada por el signo de Ulises, el mítico héroe a quien Homero consagra Odisea (Odysseus es el nombre de Ulises en griego) para llegar a Ítaca, su reino.

En su retorno (Ulises siempre regresa) enfrentará todo el tiempo un mar proceloso, que lo arrojará a territorios opulentos pero también a páramos infernales; aguas borrascosas que lo acercarán el amor de una hechicera y el odio de un dios del Olimpo; mareas tempestuosas que lo acercarán a los brazos de Penélope, la que teje de día y desteje de noche; o que lo alejarán hacia el oprobio de los cíclopes, que sólo tienen un ojo para ver el mundo que los rodea…

Salvando distancias (Ulises es sabio y prudente en el consejo, y valiente y feroz en la batalla; Fernández es real), las elecciones colocaron a Alberto como un navegante entre estrechos.

Los estrechos

La cartografía de las urnas dibuja pasos institucionales cada vez más angostos. El primer tramo es un escenario de bipartidismo, en sentido amplio: hay un esquema de coaliciones donde el Frente para Todos es la mayoría, y Juntos por el Cambio tiene prácticamente el monopolio de una minoría gravitante. Sí, es cierto: la yunta opositora es inestable, por el sempiterno internismo radical y la reyerta post-macrista en el PRO; pero no menos precaria es la unidad del peronismo: el kirchnerismo provoca alergias hacia afuera y urticarias hacia adentro.

Pero, por encima de esas coyunturas, la voluntad del pueblo diseñó un mapa político para que la gestión venidera transite por el camino del control. En términos dialécticos, la tesis es el peronismo, la antítesis es el antiperonismo, y la síntesis del cuarto oscuro es “peronismo controlado”. La costa ganadora consiguió el 48% de los votos; la perdedora, el 40%. Los argentinos han dicho que quieren una Presidencia con las dos orillas muy cercanas entre sí.

La segunda angostura, justamente, está materializada en el Congreso. A partir del 10 de diciembre, el peronismo tendrá el control del Senado, pero de manera ajustada. Logra la mitad más dos de los escaños (39 de 72), pero sólo con el concurso de sus aliados. Y no tendrá los dos tercios de los escaños, indispensables, por ejemplo, para reformar la Constitución.

En la Cámara Baja el Frente de Todos ni siquiera tendrá eso. De los 257 escaños, el PJ y sus aliados ocupan 122: siete menos que el quórum. Y sin sus socios, ni siquiera es la primera minoría, porque Juntos por el Cambio sentó 120 diputados nacionales.

Sí, es cierto: hay antecedentes de “borocotizaciones” y “panquequismos”, pero el pueblo no rubricó ningún cheque en blanco el 27 de octubre. Por el contrario, firmó un equilibrio.

La cuestión de la voluntad del pueblo en las urnas no es metafórica, ni romántica ni simbólica: es el tercero y el más apretado de los desfiladeros que debe surcar Alberto Fernández. Porque los argentinos acaban de comprobar, en menos de un lustro, que pueden cambiar gobiernos cada cuatro años y ninguna democracia se infarta ni adviene el fin del mundo. Pacíficamente, los argentinos despacharon a los “K” en 2015 y desalojaron ahora al macrismo. El pueblo le está tomando el gusto a esto de notificarle a los poderosos que, en realidad, no son tal cosa.

La Mesina

En odisea hacia la Presidencia, Alberto tiene otro accidente por sortear. Uno severamente más arduo que los anteriores pasajes institucionales. Específicamente, el estrecho del peronismo. Bastante largo de transitar. Y con peligros acechando a ambos lados.

Precisamente, en la Odisea de Homero, Ulises atraviesa el maldito estrecho de Mesina (sería la costa italiana entre Sicilia y Calabria), donde hay dos monstruosidades emboscadas. Una es Escila, una mujer de linaje olímpico que fue convertida en un engendro (por negarse al amor de un dios, o por entregarse al deseo y despechar a una diosa, según distintas tradiciones), que por parte inferior de su cuerpo tiene seis perros infernales que lo devoran todo. La otra abominación es Caribdis, también una mujer descendiente de dioses, de voracidad insaciable, que robó animales de un rebaño de Heracles (o Hércules): Zeus la castigó fulminándola y arrojándola al mar. Tres veces al día, Caribdis engullía grandes cantidades de mar y tragaba todo cuanto flotase. Después devolvía el agua y restos de barcos naufragados en sus fauces.

Lo sórdido del pasaje mitológico es que el héroe se enfrenta a dos opciones que no ofrecen ventajas. Alejarse de Escila es caer en Caribdis, y viceversa.

Esta semana, condenada a la trascendencia, mostró a Fernández navegando en esa Mesina.

El domingo de su consagración, el Presidente electo bordeó la costa “K” en el centro cultural de Chacarita, alambrado por el kirchnerismo. Los gobernadores que Fernández había invitado (el tucumano Juan Manzur, el entrerriano Gustavo Bordet, el sanjuanino Sergio Uñac y el santafesino -electo- Omar Perotti) no fueron convidados al escenario. El propio Alberto lucía como partícipe de una fiesta ajena, donde Axel Kicillof, en su primer discurso como gobernador electo de Buenos Aires, se dedicó a glorificar la “grieta”. Luego habló Cristina Kirchner, quien dejó en quiebra electoral al PJ cuando le amputó Unidad Ciudadana para fracasar en las urnas en 2017: sin memoria de corto plazo, le reclamó a Sergio Massa que no atentara otra vez contra la unidad del PJ. Tan luego ella… Después, a pura “brecha”, tuvo exigencias para el derrotado Mauricio Macri y encargos para el triunfal Fernández.

Alberto, en ese acto, desplegó las velas a barlovento y en su mensaje de cierre, aunque pobre (desde el 11 de agosto de las PASO tenía tiempo para preparar un discurso sustancial), elogió a Cristina, pero propuso una Argentina “de todos”, que es el apellido del frente que encabeza.

El martes ya estuvo en la otra orilla. Vino a Tucumán a investir a Juan Manzur como gobernador por segundo período consecutivo. Y subió a un escenario en el que estaban los gobernadores a los que Cristina había dejado “queriendo” en Chacarita. Y muchos más mandatarios también. Y no pocos intendentes bonaerenses, a modo de distinguir que Kicillof es el gobernador de Buenos Aires, pero no es “la Provincia”. Y estuvo nada menos que Verónica Magario, compañera de fórmula de Axel. Y sindicalistas de peso de la CGT. Y ni un solo conspicuo kirchnerista. Alberto propuso entonces “hacer el país federal que aún no se construyó” y agregó: “tienen mi compromiso: empezamos una Argentina que va a ser gobernada por un presidente y 24 gobernadores”. Pero también evocó a Cristina, cuando Manzur ni siquiera la mencionó.

Ese derrotero de los primeros días parece ser, en rigor, el destino de navegación de Fernández, cuanto menos para una porción importante de su gestión. Cristina es quien lo nominó, pero entonces, a mediados de año, apenas la seguían dos gobernadores y una era su cuñada, Alicia Kirchner. Fueron los demás mandatarios, con Manzur a la cabeza, quienes lo arroparon territorialmente. Solo, sin otro mástil al cual aferrarse que no sea el sillón de Rivadavia, a Fernández no le queda más remedio que navegar acercándose a veces a la Liga de Gobernadores para tomar distancia del kirchnerismo, y viceversa. La mentada gobernabilidad oscilará entre ambos extremos. El kirchnerismo tiene a Cristina a cargo del Senado, a Kicillof en Buenos Aires (ese país dentro del país) y a Máximo Kirchner en una banca en Diputados. La Liga de Gobernadores ofrece incontables diputados y senadores propios, pero aún es una promesa hasta que se constituya como tal. Y huelga decirlo, no va a ser un club de “compañeros” desinteresados. Manzur aspira, con muchas chances, a ser su coordinador.

Por cierto, en la Odisea, Ulises jamás logra sortear a los dos monstruos. Escila, en un momento, se comerá a seis de sus hombres (Estesio, Ormenio, Ánquimo, Órnito, Sinopo y Anfínomo). Luego, Caribdis engullirá su barco: Ulises se salvará apenas -y a penas-, asido de una higuera.

El destino cercano de Fernández es no ser el dueño completo del rumbo por haber llegado al Gobierno mucho antes de haber llegado al poder.

Las sirenas

Hay un Ulises más. Lo rescata el constitucionalista Roberto Gargarella en su ensayo “Constitucionalismo vs. Democracia”. El argentino repara en el momento en que el héroe (aconsejado por la encantadora Circe) ordena a sus marineros que lo aten al mástil, para que pueda escuchar el canto de las sirenas (su tripulación lleva los oídos tapados) y, al mismo tiempo, verse imposibilitado de torcer el curso de la nave. Las sirenas encantaban con su música a los hombres, que dirigían sus barcos hasta la isla, donde zozobraban entre las rocas: ellas se devoraban a los incautos imprudentes.

Ulises, en ese acto, no sacrifica libertad, sino que ata sus impulsos, distingue Gargarella. La libertad de seguir la ruta prevista está garantizada. Lo sujetado es el decisionismo: aunque aquel que gobierna el barco esté tentado a correr el riesgo de encallar, no se perderá el control. Hay un sistema que permitirá seguir navegando a los que están bajo su autoridad.

Ulises no perdió a nadie en ese tramo del viaje. Argentina también necesita de esas odiseas. La Ítaca de Fernández, pero sobre todo de los argentinos, es la institucionalidad.