Una de las primeras chicas en animarse a charlar con quienes invaden la sobremesa de la cena es María Cristina. Su hermana melliza, Alejandra, la mira en diagonal desde el frente de la mesa donde las chicas del Hogar de Tránsito Santa Micaela conversan y pasan el rato antes ir por el postre. Cuando sea grande, María Cristina quiere ser maestra de plástica, le comenta LA GACETA, pero después acomoda su propio concepto. “Me gustaría ser profesora de arte”.

Ninguno de los que estamos sentados en el tablón del comedor tenemos la bola de cristal. No somos futurólogos, pero jugamos a serlo. Los que pasaron ampliamente la juventud y adolescencia, caso el cronista y el fotógrafo de LA GACETA, el director, Pablo Iviris, y “Mami Cris”, una de las celadoras de la casa asilo, pedimos todo lo contrario a lo de las chicas: “juventud antes que experiencia y años de vida”. Obvio, las chicas como que se sienten descolocadas, en un mundo al revés. “Había que pedir algo cuando seamos grandes”, se quejan. El asunto es que los que somos mayores queremos lo contrario. Así es la vida.

Al final de cuentas, entre bromas y la revisión del reglamento de los deseos, se llega al acuerdo de que todo lo vale, pero siempre y cuando sea pedido con el corazón. Es que si algo han encontrado estas siete chicas en la residencia es amor del bueno, del puro. Víctimas de violencia física, sicológica y otras tantas vejaciones, en el Santa Micaela han encontrado algo más que un refugio por tiempo determinado. “Lo que se hace acá se lo hace de corazón”, asegura Iviris.

Confiesa que prefiere no salir en la foto, que su nombre pase desapercibido, pero resulta imposible. Pablo es parte de la historia de este lugar. Empezó como chofer y como que jamás quiso salirse del puesto. “Para mí siempre fue importante acompañar y saber que las chicas que pasan por el asilo están bien”. El hogar en sí no pertenece al abanico de sitios de contención exclusiva de la Dirección de Familia de la provincia. El hogar funciona donde funciona gracias a la cesión de la casa de la congregación religiosa de las Hermanas Adoratrices, que velan como lo hizo Santa Micaela, por el bienestar de mujeres desamparadas y necesitadas.

En el Santa Micaela viven seis monjas, dos trabajan ad honorem.

En el Santa Micela se reciben a mujeres menores que son madres.

En el Santa Micaela no gusta decir “madre soltera”. Son madres solas.

En el Santa Micaela es un orgullo gusta escuchar. “Las monjas son especialistas en poner el oído”.

En el Santa Micela está la costumbre de realizar una vez por año un encuentro con las mujeres que alguna vez se alojaron allí. “Son muchísimas, más de 300”.  Todas se llevaron algo. Y cuando regresan, dejan algo.

SALA DE TV. Las chicas tienen un lugar para disfrutar de los programas que a ellas les gustan.

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En tiempos en los que la violencia y el consumo de drogas han construido reinos dominantes en nuestra sociedad, el Santa Micaela va reciclando sus propias reglas. Está pensado el hogar para recibir a jóvenes menores de 18 años con hijos, pero de las siete chicas que están hoy, dos son madres, únicamente. Y están ahí porque tienen que estar, y porque quizás en ningún lugar de este mundo estén mejor que tras esas puertas.

La casa, un lujo en cuanto al orden y al cuidado estético, tiene varias habitaciones. Una por cada alojada (hay 12 cuartos). Generalmente, las chicas que vienen al hogar llegan con lo puesto. Se las contiene con ropa y sábanas (cuando se van, se las llevan), alimento, estudio (siguen yendo cada una a la escuela donde van) y, valga la insistencia, con mucho amor. Todo ese amor que jamás sintieron.

La frase, “el amor vence al odio” toma un sentido real cuando se abre el portón de chapa de la entrada. El ser escuchadas y queridas por lo que son, es un “experimento raro” para muchas de las chicas al inicio. Un mundo nuevo. Amor, a la corta o a la larga, mata malas costumbres y odio.

Los tiempos suelen ser tiranos. Por el flujo de gente, los tiempos de ingreso y egreso son hasta 90 días. Pueden estirarse hasta 180, aunque puede haber excepciones como la de Camila, que tiene 20 y supera largamente el límite de edad permitido en los libros. “Cami” es madre de Semal Matías, la “bomba” del hogar.

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UNA BOMBA. Semal Matías es pura energía, desde que se levanta hasta que se acuesta, a medianoche.

“Cami” hoy es otra persona, muy diferente a la que tocó la puerta una noche de tormenta, previo paso por el Goretti, desde donde llamaron al Santa Micaela. “Hacía un frío de la puta madre, la vi así, bajo la lluvia con el nene en brazos, y qué podía hacer. Lo que corresponde, que era dejarla entrar”, cuenta Iviris.

Aunque los números expongan a otro análisis, Camila es sola contra el mundo. Básicamente, la relación con su mamá no es relación y, si bien tiene siete hermanos, todos están desperdigados: los dos más grandes viven con su papá, otros dos menores de 18 están en el Hogar Belgrano; una hermanita vive en el Hogar Santa Rita, y otra en el Goretti. “Cara uno tira el carro como puede”, esa, lamentablemente, es la mejor definición para saber cómo es y cómo está en la actualidad el entorno de Camila. Otro dato no menor, los que no están en hogares viven en una pobreza extrema.

Camila nació por la zona de Los Pocitos. Estuvo en pareja y después se separó. 

Todos los jueves tiene sesión con la sicóloga. La terapia le hizo muy bien. “Le cuento los problemas que me pasan por la cabeza. A veces pienso que voy a mi casa y que voy a tomar (alcohol); pienso que me quiero morir. A veces tengo problemas con las chicas (del hogar). Me deshago llorando”.

Si Camila está en el Santa Micaela es porque quiere ser alguien en la vida, y porque no quiere que Semal sufra o pase los tormentos que ella pasó. “A los 11 empecé a tomar pastillas (alprazolam) con mi hermana Brisa”.

- ¿Sabés algo del padre de Semal?

- Ahí anda. No lo vi más después de que nació mi hijo.

- ¿Se drogaba?

- Sí, pero no conmigo. Con los amigos, nunca en mi casa.

- ¿Era malo con vos?

- Nunca me pegó a mí, gracias a Dios y la Virgen.

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ORDEN. Cada una de las internas cumple funciones, en cuanto a la limpieza de la casa y otros temas.

A las recién llegadas, las “veteranas” les hacen conocer las reglas de la casa: mantener el orden, colaborar con la limpieza y ponerse las pilas para pasarla bien. A la mayoría de quienes pasan por el Santa Micaela se las prepara para encarar una vida autónoma, sin padres ni tutores.

Las monjitas ponen dinero de su bolsillo para que las chicas pueden acceder a diferentes talleres con salida laboral: peluquería, bijou y, próximamente, zumba.

Camila odia los jueves porque ese día, por la tarde, tiene terapia y se pierde el curso de peluquería.

Hay chicas que se fueron del hogar y regresan los días de curso.

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ENTRE TODAS. Cuando Camilia va a la escuela, Semal Matías queda a cuidado de las celadoras y las chicas.

¿Qué se puede cambiar en tres, seis meses? “Mucho”, argumenta Iviris. “En primer lugar, las chicas descubren que no están solas porque no es que pasan ni por este ni por ningún dispositivo de Familia y listo. No. Hay un seguimiento estando ellas ya afuera. De tres, seis meses, un año. Lo que haga falta. El objetivo no es que vos estés en el hogar, el objetivo es que vos sepas que contás con un Estado presente y que hay gente comprometida con vos. Por ejemplo, si egresaste y querés venir a comer, siempre habrá un plato caliente para vos. Y si hay lugar, en la calle no vas a dormir”.

El deseo de la carrera profesional choca antes de salir a la pistar. “‘Tengo que laburar y darle de comer a mi hijo’, tan siempre como eso”, advierte Pablo. “Estas chicas corren con muchas desventajas. ¿Cuántos de nosotros hemos tenido solucionada la vida porque nuestros padres nos han bancado y acompañado de alguna manera? Bueno, ellas jamás la tuvieron”.

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A sus cortos 16, Débora antes se reconocía como “muy polvorita”, un fuego. Su tiempo en el Santa Micaela la hizo madurar y crecer, como persona y como madre de Zaira, su beba de seis meses. Así como pasa con Camila, Débora tiene familia, pero está sola.

En la sobremesa golpea primero con las palabras y se declara la más cascarrabias. También, sueña despierta y desea que la escuche el mundo. Le encantaría ser veterinaria. Le gustan los animales.

Alejandra, la melliza de la curiosa de María Cristina, se llama a silencio. Lo que ella quiere ser cuando sea grande quedará para ella. Andrea (11) tiene la boca casi cosida. Es entendible, lleva menos de una semana en el hogar y como que todo es nuevo. Desde el griterío de sus compañeras a la calidez y del plato caliente de comida. Fátima (14), bocona como Camila, no piensa en el futuro, piensa en acomodar los tantos con la mayor de las internas y resolver el asunto de “cuál de las dos es más guapa”. Claro, la altanería de la petisa quedará en eso. Paz ante todo.

Cruzando el largo tablón, llega el turno de Milagros (14). Su mirada fija dirigida al mantel de plástico decorado con flores y su silencio ensordecedor, hablan por ella: hace dos días que llegó al Santa Micaela. No sabe dónde está parada, menos qué quiere ser cuando sea grande. Es todo un proceso. Lo bueno, cuando las cotorras empiezan a cantar y a pelearse entre ellas, a Milagros se le escaparán un par de sonrisas. Bien ahí.

Conocido lo de María Cristina, que quiere ser maestra de arte, Camila se queda en sus 20 y en que está feliz porque empezó el secundario acelerado.

Cuando van a clases las madres, los bebés quedan a cuidado de las celadoras. Genias.

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Camila se roba la escena con su histrionismo. Le agradece a Diosito por estar yendo al colegio. Confía que está loca y que por eso va a un terapeuta y que cuando sea grande, porque con 20 sobre el lomo todavía está muy lejos de serlo, le encantaría ser maestra jardinera, en una muestra inconsciente de lo que el Santa Micaela generó en ella: nada más lindo que ayudar y enseñar con amor a quien más lo necesita.