Vive en la calle desde hace 35 años. No quiere revelar su edad. Parece un hombre de entre 55 y 60 años. Los vecinos del barrio El Bosque lo reconocen, porque siempre está sentado en el mismo sitio. Armó su “campamento” en la esquina de Santiago del Estero y Juan José Paso, un predio del tamaño de una cancha de tenis. Dice que su nombre es Manuel Jerez. Tiene la piel curtida por el sol, la lluvia, y el viento, y por  tantos años de vida a la intemperie. La barba larga, descuidada, entre color ceniza y negro. Lo mismo que el pelo. Las venas de las manos parecen un mapa de ríos. Las uñas largas, gruesas y con tierra. Los dedos manchados de tanto revolver en la basura. De día está en esa esquina del barrio. Pero de noche es diferente. De noche es otra cosa; en especial para esta época. Para pelearle al frío encontró una solución en la vieja estación de trenes. Duerme debajo de un viejo vagón sin uso.

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De día acumula sus “pertenencias” en ese descampado. Ahí es donde come y junta cartones para después venderlos en una papelera que está en la misma cuadra, en la acera de enfrente.

¿Cómo hace para pelearle al frío?

-Ando caminando de un la’o a otro, así se calienta el cuerpo-, responde.

Manuel habla en voz baja. Hay que hacer un esfuerzo para escucharlo. Responde con unas cuantas palabras y de nuevo el silencio. Al principio parece desconfiar. Es una persona acostumbrada a que la ignoren. Saben por experiencia propia lo que significa la indiferencia. Guarda todo en bolsas. Hay bolsas con botellas de plástico. Hay bolsas con trozos de cartón. Hay bolsas con ropa de lana. Pero hay una bolsa que "vale oro" para él. Es la que guarda una olla negra de aluminio en la que cocina cuando puede. Ahí también guarda un tenedor, una cuchara y un cuchillo pequeño con mango de madera. Mientras conversa guarda los utensilios en una bolsa pequeña. Después a esa bolsa pequeña la guarda en otra bolsa más grande, donde guarda la olla de aluminio; y luego guarda esa bolsa en otra bolsa más grande a la que le ata un hilo de plástico alrededor y la cierra con un buen nudo.

Es mediodía y Manuel toma una sopa de fideos. Dice que un vecino le regaló fideos y con eso armó el caldo sin sal ni verduras. Está sentado al lado del fuego que despide un hilo de humo, color ceniza, que se eleva y se desvanece en la altura. Cerca de las brasas, un perro deambula olfateando las bolsas de Manuel.

“No es mío –aclara-, siempre viene por aquí, pero no es mío”, agrega.

Dice que no sabe cómo se llama el perro. Manuel sorbe las últimas cucharadas de la sopa sin color. Con una cuchara de aluminio toma directamente de la olla, sentado sobre un cajón de madera, que le sirve de asiento. Mientras tanto, por la vereda de enfrente una madre empuja el cochecito de su hijo en dirección a la avenida Ejército del Norte.

Los restos de una vieja heladera le sirven de mesa para apoyar sus bolsas y también le sirven de depósito para guardar todas las bolsas que lo rodean.

En los desechos de la cuadra, Manuel encontró un casco amarillo de los que usan los obreros para protegerse, mientras trabajan. Por dentro le puso una gorra de lana, de color azul, para aliviar el frío. Lo usa durante el día. Tiene puesto un buzo de lana y debajo armó una suerte de chaleco antibalas, pero es de goma espuma para pelearle al frío. Lo lleva por encima de una camisa a cuadros desgastada y sucia de tantos días a la intemperie.

Manuel se corta el pelo con una pequeña y vieja tijera oxidada. Cada tanto se da unos tijeretazos en el flequillo, el bigote y la barba. El fuego se apaga lentamente a un costado, mientras él sigue guardando cosas en bolsas de plástico. Las cenizas estiran el humo más alto, mientras los taxistas pasan por Santiago y miran de reojo al “rancho” de Manuel.

En un bidón de plástico tiene agua para beber y preparar la comida. El bidón termina dentro de una bolsa de plástico que cierra con un nudo firme. Usa unas zapatillas que, alguna vez, fueron blancas. En su pie izquierdo, la zapatilla tiene un tajo de unos cinco centímetros alrededor de la suela. De modo que no le vendría mal “renovar” el calzado. Pero eso depende de la solidaridad de los demás. Dice que no tiene familia y hace una mueca con la boca dando a entender que no quiere hablar del tema.

¿Por qué vive en la calle?

Estoy bien aquí –dice Manuel-, no jodo a nadie y nadie me jode, responde.

No le gustan las preguntas. Se siente incómodo. Desconfía. Se levanta. Se sienta. Vuelve a atar otras bolsas como si estuviera organizando una mudanza. Todo lo hace con movimientos que parecen en cámara lenta. Un paredón alto le da sombra al espacio donde Manuel hizo el fuego y guarda sus bolsas. Es mediodía y el sol tibio casi no se siente en Tucumán. Ata la última bolsa que quedaba sin nudo. Guarda las bolsas dentro de la caja que, alguna vez, fue una heladera pequeña, al estilo frigobar. Con el pie derecho remueve las cenizas para terminar de apagar los últimos hilos de humo y encima le arroja una piedra grande y pesada.

¿Adónde va Manuel?

Por ahí –dice levantando el brazo en dirección a la vieja estación-, a caminar para que no haga frío.