En la piel del héroe más atrevido  y menos convencional del universo Marvel está Ariel, de voz y contextura juvenil aunque él reconocerá en breve haber cruzado ampliamente la línea de la mayoría de edad. “Ya son 41”, me comenta sobre sus años en este mundo, y hace una mueca con la firma de su personaje, Deadpool.

Hay diferencias entre el justiciero y ex mercenario y este hombre nacido en La Florida. Una, la relevante, la realidad. La otra no menos importante, los recursos. A Deadpool le pagan como una verdadera estrella de Hollywood. A Ariel, uno de los millones de cosplayers (imitadores) del planeta, le acercan un diezmo si tiene suerte, después de posar para la foto. 

“Me identifico, sobre todo, con gente mayor como ustedes”, me responde a mí, al cronista de LA GACETA buscando complicidad con las canas que van ganando terreno en la cabeza. Ariel no dice malas palabras como sí lo hace recurrentemente el Deadpool original. Se vende como un alma pura sin demonios.

Ariel no revelará su nombre en toda la entrevista. Es su secreto mejor guardado, aclara. A su lado, su “hermano de sangre desde principios de este año” sabe quién es Ariel y a qué se dedica, amén de esta actividad que los vincula por las tardes en el microcentro tucumano. Es su cómplice. 

“Formamos una sociedad con una simple misión: alegrar a la gente y que la gente nos alegre a nosotros, si es posible”, el que toma la batuta es el Hombre Araña en su versión segunda película. “Te darás cuenta por la forma de la araña del disfraz”. 

“Perdón, a todos los veo parecidos, menos al de la penúltima película de los Vengadores, el que tiene el nanotraje con detalles dorados”, más que responderle así a Leandro Paredes, lo pensé y ratifiqué después de haber visto a otro Spiderman por la zona, pero con esos detalles tan distintivos del último personaje arácnido. Entre el Spiderman entrevistado y el más nuevo de la saga hay una onda que podría cortarse con una hoja. No hay pica, pero...

“Somos muchos”, explica Ariel, el más charlatán de los dos paladines de la justicia que copan la esquina de Muñecas y Mendoza. El volumen significa competencia y recelo. Stop. Jamás habrá violencia entre colegas de la calle. Lo juran.

LA GACETA / FOTOS DE DIEGO ARÁOZ

Metros abajo, como yendo hacia calle San Martín está Pepa, la cerdita. No será una heroína pero sí es atracción asegurada entre los nenitos. Su alcancía explota de felicidad. Y quien encarna a la cerdita con un disfraz a la vista hecho de algodón y frisa, también. Hay que saber transpirar la camiseta.

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Ariel nació en La Florida, ese es un dato que podría conducirnos hasta su verdadera identidad. Agrega que trabaja durante la mañana en una comuna de la zona y que durante la siesta, en vez de dormirla hace trabajos de reparación de PC y otras yerbas tecnológicas. Cerca de las 17 toma su mochila, una Adidas de esas de antes que ha soportado lluvias, lloviznas y varias tormentas, guarda su disfraz de Deadpool y encara un viaje de 40 minutos en ómnibus hasta el microcentro.

Lo que sigue es encontrarse con su socio en su refugio. Leandro nos cuenta que vive en un hotel ubicado en la zona de calles 24 de septiembre y Buenos Aires. No se lo recomienda a nadie, ni a su peor enemigo, asegura en un tono tan enfático que es difícil de no creerle. “Es una marea de alacranes, están por todos lados. Y, además, te roban. Te roba la misma gente que labura en la calle y se aloja ahí. A mí me robaron cinco lucas”, pide justicia Leandro, estando él en pose de Spiderman. Ironías de la vida.

LA GACETA / FOTOS DE DIEGO ARÁOZ

La calle no es para cualquiera. Los códigos, de hecho, se han ido diluyendo con el paso de los años, reconocen Leandro y Ariel. Hace un año y medio que la caminan, en búsqueda de un mejor pasar económico. 

“Entre los que trabajan en la calle misma, se roban. Si te descuidás, fuiste”, confiesa Ariel y toma sus dos pistolas de utilería. 

“Tengo que tener cuidado cuando estoy posando en algunas fotos. Me pasó que me las quieran tironear. Son chicos que no saben qué hacer, no deben haber recibido la educación adecuada de sus padres”, sostiene de brazos caídos.

Leandro se aleja de la escena. El deber lo llama. Hay demanda de amor a su alrededor. Esto es causa y efecto: enamora a los peques y obliga, si hacerlo claro, a consultar a sus padres el quid de la cuestión: “¿hay que pagar?”, la pregunta tiene vida propia ya en la media hora que estos dos personajes llevan en la peatonal. 

Hay quienes no ven la caja de zapatos ilustrada con una imagen de Deadpool y algunos billetes de menor valor dentro. Otros sí la ven, pero juegan al quedo. Van por el “si pasa, pasa”. Posta.

“Lo hacemos porque nos gusta y también por necesidad. Viste como están las cosas en este país”, al Deadpool de calle Muñecas no se le ven las lágrimas, sin embargo su voz se encarga de hacerte entrar en clima crisis. 

Hasta la animación callejera ha sentido el ajuste de quienes antes soltaban el mango con mayor facilidad. La sonrisa de un hijo no tiene precio, más cuando es gratis. “Bueno, puede pasar”, acepta este dúo inseparable.

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Ariel y Leandro se conocieron en la calle. Cada uno iba por su cuenta hasta que comenzaron a cruzarse y hablarse. Entonces comenzó a tejerse una relación de hermandad, como insiste en repetir Leandro. “Desde enero somos como hermanos de sangre”. Ariel lo confirma y al toque revela su día a día cuando están juntos. “Compartimos los mismos gustos por el animé, por los superhéroes, por esta vida. Somos de charlar mucho, de proyectar y viajar a otros lugares a que nos conozcan. Y lo hacemos gracias a estas presentaciones. Con lo que ahorramos  dinero y nos pagamos los traslados”.

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Las 24 horas del día quedan algo cortas para estos muchachos. Ariel tiene tres trabajos, con el de la peatonal; Leandro, igual. “Hago reparaciones de celulares, pero generalmente a personas conocidas. No dispongo de 100 lucas de capital para abrir un negocio en el centro, así que es difícil que la gente confíe en alguien que no conoce y no tiene un lugar físico para dejar su celular. También hago reparaciones de todo tipo, desde pintar casas hasta lo que te imagines. Ah, y sabemos coser también, je”.

Gracias a los conocimientos con la aguja y el hilo, Spiderman y Deadpool se hicieron realidad en la vida de Leandro y de Ariel. 

“Bajamos los moldes por internet y fuimos haciéndolos de a poco. Somos cosplayers sin billetera que tenemos que ingeniárnoslas para que nuestros disfraces se vean bien”, se enorgullece Ariel, que junta a un puñado de colegas que pasa por la zona y los suma a la sesión del fotógrafo Diego Aráoz.

Al convite se suman un Venom gigante, un Iron Man cuyo disfraz nació de la fibra de vidrio y después tropezó varias veces por la centrifugadora; un Thanos tan tieso como una plastilina reseca, de rostro azulado y papada como una berenjena, igual al personaje original. Bueno, igual para territorio tercermundista. Thanos tiene el famoso guantelete del destino, donde están las gemas que lo han convertido en el ser más letal del universo. Lo demostró en Infinity War, cuando eliminó a la mitad de la población mundial. Próximamente, habrá revancha en End Game, la última película de la saga de los Vengadores.

LA GACETA / FOTOS DE DIEGO ARÁOZ

Thanos no habla o quizás no puede hacer por la bijou que lleva consigo. Venom no es muy social, cero en realidad. En cambio, el Hombre Araña con detalles en dorado se copa con el que personifica Leandro y pide espacio. Show. Acrocabias. Demostrará que ellos dos usan ese traje por algo. “¡Pum!”, saltos hacia atrás y caídas en pose. Copados.

La reunión entre superhéroes dura lo que un suspiro. Deadpool es el más animado en saludar a los desconocidos, que tienen en el Spiderman con detalles dorados a su interlocutor. Los foráneos pertenecen a un grupo de animación. “Nos dedicamos a esto hace 10 años. Estaremos en el Teatro Rosita Ávila el fin de semana”, invita al show. Suerte.

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La recaudación viene para atrás. Un billete de $5, otro de $ 20 que supone ser ya un tesoro descubierto en un barco hundido en aguas profundas del Caribe, y otro de $ 2 tan curtido como Ariel en sus viajes a convenciones de animé, completan la pequeña fortuna que han hecho hasta ahora nuestros amigos de rostros desconocido. 

“En un buen día, podemos llevarnos $ 650 cada uno, todo un numerazo. Puede pasar que haya mucha circulación como ahora y no tengamos nada. Y también puede pasar que haya menos movimiento y nuestra caja empiece a empacharse de billetes”, revela Ariel. 

El milagro del repunte se produce. Leandro hizo emocionar tanto a un nene que éste volvió, apuntó a la caja recaudadora y dejó $ 50. Crack.

La calle es así.