La inseguridad ha estallado en la provincia. Los datos presentados por el Poder Ejecutivo al Legislativo exhiben una situación de hábitat comunitario inviable. Los ecosistemas sociales también se contaminan y el delito es uno de sus venenos. “Ya no se puede vivir así”, es la expresión vecinal que denuncia lo irrespirable de la sociedad como ámbito de convivencia.

El crecimiento del número de robos agravados, mejor conocidos como “a mano armada”, es inenarrable en Tucumán. Durante los primeros seis meses de 2017 fueron denunciados 1.735. Durante los primeros seis meses de este año quedaron registrados 3.616. El doble. Un aumento del 108%, para más precisiones, pero no anual, sino semestral.

Inclusive, antes que como un esquema comparativo, los números de la inseguridad dan forma a un escenario contemplativo del escarnio. Hay, en la estadística oficial, la confirmación de que la criminalidad es de un horror parejo en estas tierras, año tras año. Los “escruches” contra las casas de los tucumanos fueron 1.319 de enero a junio del año pasado; y son 1.436 ahora. Los arrebatos fueron 289 en los primeros seis meses de 2017; y son 327 ahora. Los motoarrebatos fueron 789 durante la primera mitad del año pasado; y son 707 ahora. Estos son los casos denunciados. Los que no quedan asentados, por hartazgo civil o renuencia policial, son aparte.

Lo fallido

La situación de inviabilidad social que exhiben no ya los números del Gobierno sino el diario hecho de tener que sobrevivir en Tucumán comienzan a configurar uno de los escenarios más serios, más peligrosamente serios para el gobierno de Juan Manzur: la de encaminar la provincia hacia un Estado fracasado.

En términos de política actual, el intelectual Noam Chomsky definió a los “Estados Fallidos”, en un libro publicado en 2007 que lleva precisamente ese título, como “aquellos que carecen de capacidad o voluntad para proteger a sus ciudadanos de la violencia y, quizás incluso la destrucción. Se consideran más allá del alcance del derecho nacional o internacional. Padecen un grave déficit democrático que priva a sus instituciones de auténtica sustancia”.

Al páramo de la primera parte de la definición parece acercarse peligrosamente Tucumán. (Al abismo de la segunda mitad de la definición, el Estado de Excepción, nos caímos hace dos décadas.)

El imperio del delito conduce a Tucumán al Estado fracasado, inclusive, en términos históricos. En su Teoría General del Estado, publicada en 1900, el jurista alemán Georg Jellinek, distingue los pilares fundamentales y fundacionales que estructuran a un Estado, en lo que se convertirá en una fórmula clásica de tres palabras: territorio, población, poder.

El primero de estos elementos constitutivos de un Estado es la primera hemorragia tucumana. Ya hay territorios donde los poderes constituidos de la Provincia no pueden ejercer su autoridad ni, por ende, aplicar las normas del derecho positivo. Son territorios literal y socialmente marginales: están en las márgenes de las ciudades y de los ríos; y la pobreza extrema, estructural y transgeneracional, los ubica acabadamente en la marginalidad.

Allí, ni siquiera los policías quieren entrar. Comúnmente son considerados tierra de nadie, pero tal cosa no es exacta. Son, en todo caso, territorio de ninguna legalidad estatal. Pero sí tienen dueños. Delictivos e infames. Regidos por una ley anterior al Estado de Derecho: la ley del más fuerte. La ley de la jungla, en definitiva, y no de las urbes. Y, por supuesto, del más impune.

Lo discutido

Como agravante, la cronicidad de estos territorios extra-estatales dentro de los límites geográficos de Tucumán ha dado lugar a un segundo colapso en los cimientos del Estado, en los términos que advierte el abogado y docente tucumano Saúl Ibáñez: hay un sector de la población que le discute el poder al Estado. Y no se trata de grupos circunstanciales de sediciosos ni de sujetos reunidos coyunturalmente en una asociación ilícita. Son verdaderas bandas que operan desde hace años, en las que el poder se legitima familiarmente y en las cuales ya hay burocracias incipientes: clientes, “soldaditos”, transas, coroneles, jefes, capos… Para el caso, hay hasta un principio de división social del trabajo delictivo: se puede ser “obrero” en “cocinas”, “quioscos”, fumaderos, tareas de sicariato…

Entonces, en los territorios que controlan esos grupos consolidados y diversificados hay otra noción de crimen. Y, por supuesto, hay otra concepción del castigo.

Lo pre-feudal

Frente al peligro latente de hacer fracasar no ya a una gestión sino al Estado mismo, el Gobierno tucumano no puede seguir actuando como si la inseguridad fuese un “área administrativa” más, delegada a un ministerio. La seguridad de los ciudadanos es hoy, como nunca antes, una “cuestión de Estado”. O debiera serlo. Y necesita políticas integrales que no se reduzcan a comprar patrulleros y designar agentes. Hace 20 años que sólo es eso. Y así les va a los tucumanos.

La seguridad refiere a la esencia misma del Estado desde los tiempos del feudalismo. En el feudo, el siervo de la gleba no es libre y está atado a la tierra, que debe trabajar para pagar una cuota de la producción, a cambio de vivir allí. Pero hay una contraprestación: el señor feudal le garantiza la seguridad al siervo y su familia. Tucumán, a la luz de los registros oficiales, ni siquiera cumple con ese requisito medieval. Por el contrario, sus habitantes sufren por miles ultrajes de toda índole, contra sus propiedades y contra la propia vida. La Provincia, luego, camina peligrosamente sobre la frontera de los tiempos del tribalismo. Una época, nada menos, que de sociedades acéfalas. Para más datos, las bandas criminales que se reparten hoy vastas geografías de la provincia se hacen llamar “clanes”.

Lo estructural

Con la personería a cargo de la inseguridad unificada en su ámbito, el Ministerio de Seguridad de la Provincia no ha ofrecido un diagnóstico, sino sólo las cifras, y ha formulado propuestas segmentadas. Casi minimalistas. Concretamente, la cartera local plantea que la Justicia Federal no está en condiciones de hacer frente a las investigaciones y las causas por narcotráfico que se encaran en el orden provincial, porque tiene sólo dos juzgados, que por cierto sólo se abocan a ilícitos de excepción. Entonces, recomienda que del microtráfico se ocupe la Justicia tucumana. Aquí hay seis juzgados y las diez fiscalías que no dan abasto para atender los delitos comunes en una población de 1,5 millón de habitantes. Si a ellos también se les asignan las causas de narcomenudeo, ¿a los traficantes los van a hacer temblar, verdad?

Ya no resiste ni un momento más el esquema de una Justicia chiquita. Claro que se entiende por qué, penalmente -y políticamente-, sigue habiendo Tribunales pequeños: así hay garantía de que pueden ser manejados. Pero (y no puede esperarse otra cosa), a las consecuencias de mantener el diseño de un Poder Judicial maniobrable las está pagando el pueblo.

Santa Fe, provincia que se ha hecho cargo de la competencia en delitos por narcomenudeo, cuenta con un Ministerio Público de la Acusación, cuya estructura fue fijada por ley en 2009. Esa norma creó, “para ejercer la acción penal pública, dirigir la investigación y actuar en juicio”, 46 cargos de fiscales más 98 cargos de fiscales adjuntos. Pero Santa Fe, que tiene 15 veces más fiscales que Tucumán, no posee 15 veces más población. Sólo el doble: 3,2 millones de habitantes.

Eso sí: introducir cambios de gran escala en la estructura tribunalicia es solamente brindar herramientas institucionales para combatir el delito, no para conjurarlo. Para darle una solución de raíz al problema se necesitan modificar otros andamiajes. De eso no sólo no se consigue: de eso ni siquiera se habla.

Lo fratricida

Hay una matriz que no se ha desactivado. La brecha gigantesca, la grieta verdadera, que separa a los que tienen todo lo que requieren de aquellos que no tienen nada de lo que necesitan. Esa es la placenta de la delincuencia.

La inseguridad no es hija de la pobreza, sino de la inequidad. Hay países pobres con índices de criminalidad menores que los de otras naciones más ricas. Y no hace falta salir de la región para compronarlo. El PBI “per capita” de Paraguay (U$S 4.100) es la mitad que el de Brasil (U$S 8.700). Pero el índice de asesinatos de Brasil (27 cada 100.000 habitantes) triplica al de Paraguay (9 cada 100.000 habitantes). ¿La razón? La explica el Coeficiente de Gini, que va de 0 (la igualdad suprema) a 1 (la desigualdad absoluta). En Paraguay el índice se ubica en 0,4 y en Brasil en 0,5. O sea, la distancia entre los ricos y los pobres paraguayos es más corta que entre los brasileños. Y por ello mismo es más pacífica.

Conforme el índice se va despegando de la equidad para acercarse al otro extremo, más cruento es el delito en esa sociedad. En otras palabras, nuestra tragedia social denuncia que la inequidad es aberrante. Crónicamente aberrante. Tan crónica como la masiva incapacidad de la sociedad para advertirlo.

Esa marginalidad pareciera velada para enormes sectores de la tucumanidad. Los mismos sectores que, con expresión de sorpresa, observaban cmo miles y miles de tucumanos saqueaban cuanto negocio encontraban a su paso durante el sangriento diciembre de 2013. Todos ellos viven confinados en las orillas de las urbanizaciones, a punta de pistola. Cuando la Policía enfundó las armas durante la criminal huelga de ese año, nada los contuvo para ir a buscar, delictivamente, todo eso que a lo que no pueden acceder legalmente.

Hoy, de aquellas noches de horror y de muerte, sólo queda un reduccionismo. “Saqueos”. Y un minimalismo. “Locura”.

Pero creer que la violencia de los individuos es una locura es el peor trámite que puede darse al abordaje de la violencia que nos consume. Lo advirtió el filósofo esloveno Slavoj Zizek, justamente, en Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. La violencia subjetiva, la de los sujetos, se alimenta de una violencia objetiva: la del sistema. Qué esperar entonces para un ecosistema social donde los que más tienen viven al lado de los que menos poseen... en la provincia más pequeña del país.

“Vivimos una situación de guerra civil”, razonó alguna vez Alberto Lebbos, ese hombre que brega por el fin de la impunidad y, respecto de la muerte de Paulina, su hija, no clama venganza sino que pide Justicia. “Es como una guerra civil sin bandos identificados”, razonó. Un fratricidio, consecuentemente, en el que todos somos derrotados.