Teresa Piossek Prebisch

Historiadora

Alvar Núñez Cabeza de Vaca en 1541 fue designado segundo adelantado del Río de la Plata, pero su carrera americana comenzó muy lejos de aquí, en el área caribeña, cuando, en 1528, se unió a la expedición de Pánfilo de Narváez designado gobernador de La Florida. Vivió numerosas aventuras y sobre ellas escribió una de las más valiosas y amenas crónicas de la conquista titulada “Naufragios y comentarios”, de la cual tomamos este episodio:

La expedición compuesta por cinco navíos y seiscientos hombres llegó a la isla de Santo Domingo donde quedó gran parte de ellos, y luego se dirigió a la isla de Cuba. Primero fue al puerto de Santiago y, después, continuó hacia el de Trinidad, pero, durante la navegación, Narváez decidió recalar en un puerto intermedio llamado Cabo de la Santa Cruz donde tuvieron una experiencia que no olvidarían jamás:

El gobernador Narváez, con parte de los hombres, se encaminó por tierra al pueblo de Trinidad distante una legua -cinco kilómetros- para buscar provisiones y dejó en el puerto a los restantes con dos naves, bajo la responsabilidad de Cabeza de Vaca quien recordaba que, a los marineros más experimentados, les parecía muy mal puerto 1 y le insistían en que debían abandonarlo con la mayor presteza. No estaban equivocados porque al amanecer del día siguiente, sábado, comenzó a llover, y el mar a ponerse cada vez más embravecido. Cabeza de Vaca autorizó a los hombres a dejar las naves para buscar lugar más seguro en tierra, pero la mayoría no quiso abandonar lo que constituía su único amparo y vivienda, temerosa de otro peligro: el de la lluvia copiosa y helada, y la falta de un techo.

Inesperadamente, en medio del tiempo inclemente, llegó una canoa con un mensaje proveniente de Trinidad rogándole a Cabeza de Vaca que abandonara el puerto de Cabo de Santa Cruz y se fuera con sus hombres al pueblo, pero él se negó a hacerlo diciendo que no podía dejar los navíos que Narváez le había confiado. Horas después llegó nuevamente la canoa con el mismo mensaje, al que dio la misma respuesta; no obstante en un momento dado resolvió aceptar el consejo e irse al pueblo con unos cuantos hombres que quisieron seguirlo, no sin antes autorizar a los restantes a abandonar los navíos si fuera necesario para salvar sus vidas y las de los caballos que traían.

En medio del agua que caía a torrentes y del viento que soplaba ya del norte, ya del sur, caminaron el resto del sábado y todo el domingo por un bosque, temerosos de que los árboles doblegados por la tempestad se desplomaran y los matasen. Tal era la furia del viento que -cuenta Cabeza de Vaca- era necesario que anduviésemos siete u ocho hombres abrazados unos con otros para… que el viento no nos llevase. En esta tempestad y peligro anduvimos toda la noche, sin hallar parte ni lugar donde… pudiésemos estar seguros, escuchando constantemente gran estruendo y ruido de voces aterradas pues en estas partes nunca cosa tan amedrentante se vio. Cuando por fin llegaron al pueblo en donde creyeron que hallarían algún alivio y seguridad, se dieron con que allí también la tormenta había azotado con la misma furia con que lo hacía en la costa, al extremo de que todas las casas e iglesias se cayeron.

El lunes amaneció calmo por lo que Cabeza de Vaca y sus compañeros se dirigieron al puerto para ver cómo estaban los que quedaron allí, pero lo que vieron fue desolador: no hallaron ninguno de los dos navíos, sólo las boyas de ellos, prueba de que la tempestad los había destrozado lo que significaba que quedaban aislados en medio del mar. Comenzaron a caminar por la costa por si encontraban algo y luego se internaron por el bosque donde divisaron la barquilla de un navío puesta sobre unos árboles, llevada allí por el huracán como si se hubiera tratado de una hoja. Después encontraron dos personas… tan desfiguradas de los golpes de las peñas que no se podían reconocer; también hallaron una capa y una colcha hecha pedazos, pero ninguna otra cosa apareció. Cuando evaluaron las pérdidas, concluyeron que, además de los dos navíos y de todo lo que en ellos transportaban, habían muerto sesenta personas y veinte caballos, quizá la posesión más valiosa de los conquistadores españoles.

Para quienes sobrevivieron, reducidas sus posesiones a sólo lo que llevaban puesto, los días siguientes fueron de necesidad extrema pues las provisiones y parte del ganado con que contaba el pueblo para su alimentación se habían perdido. Cabeza de Vaca concluye su descripción del huracán con las siguientes palabras: La tierra quedó… que era gran lástima verla: caídos los árboles, quemados los montes, todos sin hojas ni hierba.