Y al pasar vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron sus discípulos: ‘Rabbí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que naciera ciego?’ Respondió Jesús: ‘ni pecó este ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él...’ Dicho esto, escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva, aplicó el lodo en sus ojos y le dijo: ‘anda, lávate en la piscina de Siloé, que significa enviado’. Fue, pues, se lavó y volvió con vista

Este evangelio dominical es una invitación a buscar una visión mas profunda de las cosas, ir a las esencias y a lo trascendente. Ninguno de nosotros ha experimentado la ceguera profunda de los ojos físicos, podemos ver gracias a Dios, pero muchos hermanos nacieron o han perdido la vista de un modo definitivo. No ver físicamente es experimentar una permanente oscuridad que nos llena de compasión; pero hay una ceguera peor y es la del espíritu, la del alma que enceguecida por la estulticia de la razón o de sus pasiones, no ve mas allá de su propio yo. En la misma línea observamos como nuestro mundo de hoy valora extraordinariamente la imagen. Hoy preocupa ante todo que la apariencia exterior esté bien cuidada; que quien tenga que desempeñar una función, no fracase nunca por “cuestión de imagen”. Hay que mimar las apariencias, aunque lo profundo e íntimo se abandone.

La curación del ciego de nacimiento revela el poder de Jesús contra esa tragedia que invade nuestra historia: la indiferencia por lo eterno, un eclipse de lo divino y una mirada enceguecida por lo inmediato, lo que funciona, lo que da dinero, prestigio, votos... Y hace pasablemente dichosa esta vida.

Pidamos al Señor que abra nuestros ojos a las realidades sobrenaturales, porque ellas amplían nuestro horizonte, absorbido en exceso por lo inmediato. Que nos abra los ojos para no olvidar que, con su ayuda, podemos remediar tantas cosas que hay en nosotros y a nuestro alrededor que se nos antojan sin remedio.