Domingo, calor, antes de la siesta; sobremesa bajo un gigantesco árbol en Bulnes al 700, en la vereda. La familia aprovecha la gran sombra, mesa de madera, platos semivacíos, vasos con hielo, alguna botella vacía y un hombre en remera sonríe satisfecho sobre su silla plástica. Desde el vehículo los observo unos segundos, hasta que la imagen queda atrás, grabada; y despierta otras dormidas de otrora, mías, del siglo pasado. Las de la 25 de Mayo al 1.800, en los sesenta y los setenta. De sentarse sobre la pequeña tapia del vecino a mirar pasar caminando a las niñas a las escuelas y colegios. Iban solas, de a dos, o de a tres, algunas con sus madres. Chicos jugando en las calles a la siesta, mateadas en la vereda, charlas de muchachadas en las esquinas, “picaditas” de verano fuera de la casa; saludos de los conocidos, fotos repetidas. Alguna que otra gresca entre vecinos por una mirada o un piropo inoportuno, o alguna pelea a “piña limpia” entre adolescentes a la medianoche. Algún “sabés lo que le pasó a ….”. El barrio, antiguo, distante, como las canciones de Piero. Un lugar seguro, pero en el siglo pasado, según estas imágenes que emergen. ¿Por qué había más gente honesta y decente o por qué no había redes sociales? Una pregunta, mil respuestas. La gente de la Bulnes me sacudió los recuerdos. ¿Acaso este tiempo es tan seguro como el de antes para salir a la calle y repetir conductas de los padres del siglo XX?

Llego a casa; mi hija le cuenta a sus amigas por whatsapp: “en el puentecito unos desgraciados en moto le acaban de robar el celular a la Cocó”. De aquella sobremesa a ese puentecito hay 1.000 metros. O un siglo. ¿En qué se medirá el paso de la inseguridad a la seguridad?, ¿en distancia, en tiempo? Porque, seguro, los índices dicen que la inseguridad no se detiene. Otra seguridad: no estaré en la década del sesenta o setenta de este siglo para ver si en la Bulnes la gente almuerza en la vereda, a la sombra de un gran árbol.