“Juancito” era delantero. No era tan habilidoso pero las defensas contrarias lo sufrían porque era muy rápido con la pelota. Tocaba Sui Generis en su guitarra, escuchaba a Silvio Rodríguez a todo volumen, era el más bailarín del grupo y todos sufrieron alguna vez sus bromas. Años después comenzó a ser conocido como el cura Juan Viroche, pero para sus amigos del barrio Victoria nunca dejó de ser “Juancito”, aquel joven que siempre estaba con una sonrisa y que les dejó miles de anécdotas. Manuel Pérez era su mejor amigo y Andrés Morales lo consideraba un hermano. Ambos recordaron con LA GACETA la faceta más risueña del sacerdote que apareció ahorcado en La Florida a comienzos de octubre.

“De joven no era mechudo, era flaquito y usaba el pelo cortito”, cuenta Pérez, mientras enseña las fotos que acompañan esta nota. “Cuando ingresa al seminario se deja el pelo, la barba, comienza a usar su morral, su bombacha de gaucho”, añade. Su relación de mejores amigos, increíblemente, empezó con una pelea a trompadas (ver “A las piñas”).

“Era de hacer muchas bromas. Me acuerdo que en el grupo de la capilla teníamos a un chico porteño. Una vez organizamos un viaje a Catamarca, y para juntar fondos hicimos una locreada. Ese muchacho cayó con plato playo y tenedor. Juan se le mató de risa en la cara, era súper burlista. Se acordó mucho tiempo de eso”, rememora entra sonrisas Morales.

El grupo PASO al que pertenecían solía hacer campamentos. Según sus dos amigos, el que se dormía siempre se levantaba con la cara llena de pasta de dientes, talco y dibujos hechos con lapicera. El autor de estas bromas solía ser ese tal “Juancito”, al que la gente grande del barrio le decía “Yonino”. “Creo que le quedó ese apodo una vez que le dijo así su mamá. El tenía ascendencia italiana. De hecho, su apellido se pronunciaba ‘Viroque’, y no ‘Virosh’, como se llegó a decir”, explica su mejor amigo.

“No salíamos a bailar pero en la vicaría eramos como 100 chicos y siempre había cumpleaños. Poníamos música y algunas luces (que eran los tarritos de aceite con el papel del volantín). Juan era bailarín del grupo. Y las chicas lo seguían mucho porque era flaquito y de ojos claros, tocaba la guitarra y cantaba. Yo andaba con él para ligar”, relata con una carcajada Pérez. Según él, en esos tiempos todos los hombres esperaban con ansias los lentos para bailar abrazados con las chicas, pero apenas sonaban esas piezas, ellas “mágicamente” tenían ganas de ir al baño. El único que solía llegar con su pareja de baile hasta ese momento crucial era Juan, mientras sus amigos soltaban un “vamos Juancito todavía”.

“Yo no solía bailar mucho porque tenía agujeros en los zapatos. Todos éramos muy humildes. Recuerdo una vez que, en el medio de la pista de baile, vi que había un taco. Me quedé inmóvil. Juan lo agarró y se vino corriendo hacia mí para cargarme. Por suerte no era mío”, exclama Morales, un tanto colorado.

Ambos coinciden: cuando Viroche se transformó en sacerdote no cambió. “Siempre fue atento, servidor, sencillo. Desde chico decía las cosas de frente. Era clarito, pero nunca fue violento ni agresivo para decirlas. En el único lugar donde lo podías escuchar diciendo una puteada era en la cancha, porque era muy pasional. Y, si bien se reía de nuestras bromas, él jamás hablaba en doble sentido. Era un gran amigo y una gran persona. Los que lo conocimos lamentamos mucho su muerte”, cierra Pérez.


las seis historias que muestran la forma de ser que tenía viroche
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a la piñas  
“Me acuerdo que el barrio tenía una división muy tajante en la avenida Alem. No nos llevábamos bien los que no éramos del mismo lado. Y Juan una vez fue con un grupo de amigos a jugar a la pelota a una canchita que estaba frente a mi casa. Yo cuando los veo, busco a mis amigos para correrlos. Vamos con los changos y se arma la pelea, a piñas. Al final, ellos se fueron. Nosotros nos cagábamos de risa, nos felicitábamos. Y cuando Juan me veía en la carnicería no me podía decir nada porque lo iban a correr. La cosa es que, en uno de los eventos que hicimos en la capilla, fuimos a pegar afiches a los negocios. Yo venía con dos chicas y llegamos al local donde él trabajaba. Él preguntó si cualquiera podía ir. ‘Si, acercate’ le dicen las chicas. Yo no decía nada. En una de las primeras reuniones a las que fue, él estaba en una punta y yo en otra. Ese día se iba a hablar sobre qué es lo que iba a buscar cada uno en el grupo. En eso salta él y dice ‘yo en realidad le tengo mucha bronca a Manuel y como no lo puedo agarrar en la carnicería, me vine para acá  a ver si me puedo sacar las ganas’”, recuerda Pérez. 
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un humilde actor  
“Siempre ganábamos el primer premio en los concursos de pesebres vivientes que se realizaban.  En ese tiempo nos ofrecían llevarnos a Capitán Cáceres para que nos presentáramos, cerca de Monteros. Era muy cómico el viaje porque Íbamos en un camión grande que nos ponía la municipalidad. En la parte de atrás le colocaban una lona y todos íbamos parados, como se los suele mostrar a los indocumentados en las películas. Pero llegábamos allá y éramos considerados los grandes autores que iban a representar el pesebre viviente. Nos daban de comer, nos traían bandejas de milanesas, nos hospedaban. Claro, si era el gran evento del año ese. Después volvíamos a subir al camión, lonita encima, y volvíamos a la realidad en nuestro barrio. Y el que peor la pasaba en esa realidad era Juan, que tuvo que trabajar desde chico. Cuando nosotros preparábamos la cartita para los reyes, él tenía que trabajar para comprarse las cosas. Nosotros volvíamos de la escuela a ver los dibujitos y él ya trabajaba”, rememora Morales.
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mi decisión  
“Juan era un año más grande que nosotros y había tenido que dejar la escuela para trabajar, porque tenía que ayudar a su familia. Su papá había fallecido cuando él era chico y su mamá era una señora grande, que ya caminaba despacito con un bastón. Nosotros creíamos que, como todos íbamos a la escuela, en algún momento Juan se contagió y la terminó en dos años en el colegio Nacional, turno noche. Pero no. Ya había sentido el llamado de Dios para hacerse cura. Un día vino y nos contó que estaba por terminar. Todos nos alegramos mucho por él. Lo que no nos contó es que se había anotado en el seminario. No se lo dijo a nadie hasta el último momento. Me acuerdo que un día le pregunté por qué se había anotado para hacerse sacerdote y no me había dicho nada. Ahí me respondió que la idea le daba vueltas en la cabeza desde hacía mucho tiempo, pero que no lo había  querido contar para que nadie lo influenciara, quería tomar la decisión solo. Me acuerdo incluso que la madre se puso muy triste al principio, por que parece que quería nietos, pero sé que lo aceptó”, relata Pérez. 
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 Mi casa es tu casa  
“Cuando yo tenía 18 años él ingresa al seminario. Cuando se enfermó su mamá, le dieron un permiso especial para abandonar por un tiempo la formación sacerdotal, y volvió al barrio a cuidarla. Esto fue en la década de los 90. Lamentablemente, la mujer murió. En ese tiempo él vino y me buscó a mí, porque sabía  que yo tenía problemas económicos. Me dijo que me quería ayudar y me prestó su casa para vivir. Estuve ahí 10 años. Yo le comenté que quería poner una panadería y Juan me dejó poner un horno ahí. Era un amigazo, un hermano. Los viernes volvía del seminario y yo lo ponía a amasar prepizzas conmigo. Él rezongaba, pero lo hacía. Después me hartaba con Silvio Rodríguez y yo me iba, porque detestaba esa música. Al último alquilábamos una película y charlábamos. Fue una gran ayuda espiritual. Siempre nos llevamos bien porque ambos tuvimos que trabajar desde jóvenes y sabíamos lo que era la necesidad. La simpatía entre ambos fue inmediata y ese fue un gran gesto suyo”, elogió Morales.  
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 su enorme pasión  
“Él no insultaba nunca. Bah, sólo en la cancha. Era muy fanático de San Martín desde chico. Una vez fue y no se dio cuenta que tenía puesto el alzacuello. Yo lo crucé a la salida, venía enojadísimo. Creo que habían perdido. Entonces, al verlo tan enojado e insultado, yo le dije ‘Juan, tenés puesto el cosito blanco’. Él miró para abajo, se lo sacó, lo miró, se tomó un segundo y me respondió ‘con razón me miraban raro en la cancha’. No se había dado cuenta que lo llevaba puesto ese día. Era un apasionado de su club. Solía ir a la popular y sufría mucho. Al respecto de esta situación, a mí me molestó mucho que algunos medios televisivos de Buenos Aires dijeran que él no podía denunciar la venta de drogas porque tenía relaciones con la barra brava. Eso es una gran mentira. Juan era una excelente persona que no le negaba el saludo a nadie y era un personaje muy pintoresco en la cancha. La gente lo reconocía y lo saludaba, pero de ninguna manera se puede decir que el era un barra o formaba parte de ese grupo. Es una falacia”, señaló Pérez. 
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 la rama y “el muerto”  
“Estábamos un día en la vereda de la capilla. Era domingo de ramos y en el barrio había una persona que tenía una planta de olivos en la casa. Ahí mismo decidimos que íbamos a cortar un par de ramos y esa noche nos fuimos con Juan y dos muchachos más para allá. La tijera hacía ruido, porque tenía resorte, y eso alertó a los dueños. Ellos prenden la luz en la casa y salimos corriendo todos, salvo Juan que había quedado arriba del árbol. Un buen rato después tuvimos que volver a buscarlo porque no se animaba a bajar. Lo cierto es que conseguimos esos ramitos y los estábamos entregando. En eso, nos empezamos a preguntar si íbamos a comulgar. Dice Daniel Clérici, que ahora es cura, que la última vez que se había confesado, lo había ido a visitar un cura cuando estaba internado. Con Juan nos empezamos a reír y le dijimos que le habían dado la extremaunción. Él nos decía que no. Después vino la hermana y nos confesó que sí, que estaba mal, y le dieron la extremaunción. Y ahí le quedó el ‘muerto’”, exclamó Pérez.

Las seis historias que muestran la forma de ser que tenía Viroche

A las piñas  

“Me acuerdo que el barrio tenía una división muy tajante en la avenida Alem. No nos llevábamos bien los que no éramos del mismo lado. Y Juan una vez fue con un grupo de amigos a jugar a la pelota a una canchita que estaba frente a mi casa. Yo cuando los veo, busco a mis amigos para correrlos. Vamos con los changos y se arma la pelea, a piñas. Al final, ellos se fueron. Nosotros nos cagábamos de risa, nos felicitábamos. Y cuando Juan me veía en la carnicería no me podía decir nada porque lo iban a correr. La cosa es que, en uno de los eventos que hicimos en la capilla, fuimos a pegar afiches a los negocios. Yo venía con dos chicas y llegamos al local donde él trabajaba. Él preguntó si cualquiera podía ir. ‘Si, acercate’ le dicen las chicas. Yo no decía nada. En una de las primeras reuniones a las que fue, él estaba en una punta y yo en otra. Ese día se iba a hablar sobre qué es lo que iba a buscar cada uno en el grupo. En eso salta él y dice ‘yo en realidad le tengo mucha bronca a Manuel y como no lo puedo agarrar en la carnicería, me vine para acá  a ver si me puedo sacar las ganas’”, recuerda Pérez. 

Un humilde actor 

“Siempre ganábamos el primer premio en los concursos de pesebres vivientes que se realizaban.  En ese tiempo nos ofrecían llevarnos a Capitán Cáceres para que nos presentáramos, cerca de Monteros. Era muy cómico el viaje porque Íbamos en un camión grande que nos ponía la municipalidad. En la parte de atrás le colocaban una lona y todos íbamos parados, como se los suele mostrar a los indocumentados en las películas. Pero llegábamos allá y éramos considerados los grandes autores que iban a representar el pesebre viviente. Nos daban de comer, nos traían bandejas de milanesas, nos hospedaban. Claro, si era el gran evento del año ese. Después volvíamos a subir al camión, lonita encima, y volvíamos a la realidad en nuestro barrio. Y el que peor la pasaba en esa realidad era Juan, que tuvo que trabajar desde chico. Cuando nosotros preparábamos la cartita para los reyes, él tenía que trabajar para comprarse las cosas. Nosotros volvíamos de la escuela a ver los dibujitos y él ya trabajaba”, rememora Morales.

Mi decisión 

“Juan era un año más grande que nosotros y había tenido que dejar la escuela para trabajar, porque tenía que ayudar a su familia. Su papá había fallecido cuando él era chico y su mamá era una señora grande, que ya caminaba despacito con un bastón. Nosotros creíamos que, como todos íbamos a la escuela, en algún momento Juan se contagió y la terminó en dos años en el colegio Nacional, turno noche. Pero no. Ya había sentido el llamado de Dios para hacerse cura. Un día vino y nos contó que estaba por terminar. Todos nos alegramos mucho por él. Lo que no nos contó es que se había anotado en el seminario. No se lo dijo a nadie hasta el último momento. Me acuerdo que un día le pregunté por qué se había anotado para hacerse sacerdote y no me había dicho nada. Ahí me respondió que la idea le daba vueltas en la cabeza desde hacía mucho tiempo, pero que no lo había  querido contar para que nadie lo influenciara, quería tomar la decisión solo. Me acuerdo incluso que la madre se puso muy triste al principio, por que parece que quería nietos, pero sé que lo aceptó”, relata Pérez. 

Mi casa es tu casa 

“Cuando yo tenía 18 años él ingresa al seminario. Cuando se enfermó su mamá, le dieron un permiso especial para abandonar por un tiempo la formación sacerdotal, y volvió al barrio a cuidarla. Esto fue en la década de los 90. Lamentablemente, la mujer murió. En ese tiempo él vino y me buscó a mí, porque sabía  que yo tenía problemas económicos. Me dijo que me quería ayudar y me prestó su casa para vivir. Estuve ahí 10 años. Yo le comenté que quería poner una panadería y Juan me dejó poner un horno ahí. Era un amigazo, un hermano. Los viernes volvía del seminario y yo lo ponía a amasar prepizzas conmigo. Él rezongaba, pero lo hacía. Después me hartaba con Silvio Rodríguez y yo me iba, porque detestaba esa música. Al último alquilábamos una película y charlábamos. Fue una gran ayuda espiritual. Siempre nos llevamos bien porque ambos tuvimos que trabajar desde jóvenes y sabíamos lo que era la necesidad. La simpatía entre ambos fue inmediata y ese fue un gran gesto suyo”, elogió Morales.  

Su enorme pasión 

“Él no insultaba nunca. Bah, sólo en la cancha. Era muy fanático de San Martín desde chico. Una vez fue y no se dio cuenta que tenía puesto el alzacuello. Yo lo crucé a la salida, venía enojadísimo. Creo que habían perdido. Entonces, al verlo tan enojado e insultado, yo le dije ‘Juan, tenés puesto el cosito blanco’. Él miró para abajo, se lo sacó, lo miró, se tomó un segundo y me respondió ‘con razón me miraban raro en la cancha’. No se había dado cuenta que lo llevaba puesto ese día. Era un apasionado de su club. Solía ir a la popular y sufría mucho. Al respecto de esta situación, a mí me molestó mucho que algunos medios televisivos de Buenos Aires dijeran que él no podía denunciar la venta de drogas porque tenía relaciones con la barra brava. Eso es una gran mentira. Juan era una excelente persona que no le negaba el saludo a nadie y era un personaje muy pintoresco en la cancha. La gente lo reconocía y lo saludaba, pero de ninguna manera se puede decir que el era un barra o formaba parte de ese grupo. Es una falacia”, señaló Pérez. 

La rama y “el muerto” 

“Estábamos un día en la vereda de la capilla. Era domingo de ramos y en el barrio había una persona que tenía una planta de olivos en la casa. Ahí mismo decidimos que íbamos a cortar un par de ramos y esa noche nos fuimos con Juan y dos muchachos más para allá. La tijera hacía ruido, porque tenía resorte, y eso alertó a los dueños. Ellos prenden la luz en la casa y salimos corriendo todos, salvo Juan que había quedado arriba del árbol. Un buen rato después tuvimos que volver a buscarlo porque no se animaba a bajar. Lo cierto es que conseguimos esos ramitos y los estábamos entregando. En eso, nos empezamos a preguntar si íbamos a comulgar. Dice Daniel Clérici, que ahora es cura, que la última vez que se había confesado, lo había ido a visitar un cura cuando estaba internado. Con Juan nos empezamos a reír y le dijimos que le habían dado la extremaunción. Él nos decía que no. Después vino la hermana y nos confesó que sí, que estaba mal, y le dieron la extremaunción. Y ahí le quedó el ‘muerto’”, exclamó Pérez.