La primera aproximación a la idea de Bob Dylan como hombre de letras quizás haya que buscarla allá por comienzos de la década del 60, cuando llega a Nueva York proveniente de su Minnesota natal.

En Crónicas. Volumen uno, su libro de memorias publicado en 2004, confiesa haber sido influido por el poeta galés-norteamericano Dylan Thomas a la hora de crear su nombre artístico: “Había visto algunos poemas de Dylan Thomas. La pronunciación de Dylan y Allyn era similar. Robert Dylan. Robert Allyn. La letra D tenía más fuerza. Sin embargo, el nombre Robert Dylan no era tan atractivo como Robert Allyn. La gente siempre me había llamado Robert o Bobby, pero Bobby Dylan me parecía cursi (...). La primera vez que me preguntaron mi nombre en Saint Paul, instintiva y automáticamente solté: Bob Dylan”.

Porque, vale recordarlo, Bob Dylan no nació como Bob Dylan, sino como Robert Allen Zimmerman.

El pasado 13 de octubre, a Dylan le fue otorgado el Premio Nobel de Literatura, y no son pocas las voces (basta circunscribirse al acotado mundo de las subjetividades de algunos escritores e intelectuales argentinos en las redes sociales) que tildaron de al menos discutible ese galardón (no nos mintamos: nos sigue doliendo en lo más profundo y sesgado de nuestro ser argento que Borges no se encuentre entre esas 109 distinciones, y que sí lo esté un cantante que viene del rock del Norte).

El argumento de la academia sueca fue que “las letras de Dylan incorporan una variedad de temas sociales, políticos, filosóficos y literarios que desafiaron la música pop convencional existente y apelaron generalmente a la contracultura emergente en la época”, ya que “como artista ha sido altamente versátil y ha trabajado como pintor, actor y autor de guiones”.

No es una mala definición. Más aun teniendo en cuenta que no es la primera vez que se lo propone para este galardón.

Además de Crónicas, Dylan ha publicado Tarántula, una colección de textos en prosa poética, escritos allá por 1965 y 1966; y una antología de las letras de sus canciones, titulada The Lyrics: Since 1962 (Simon & Schuster, 2014), un volumen de más de 1.000 páginas que llega a pesar unos seis kilos.

Sus placas oficiales de estudio son casi 40, sin contar las en vivo, las recopilaciones, los bootlegs y las colaboraciones. Perla más, perla menos, la cifra podría superar los 70 discos.

Música y letra

Este premio, es cierto, se pregunta sobre los límites de la literatura. ¿Toda forma de escritura es literaria? Así como todo preso es político, ¿todo verso es poético? ¿No es hoy la poesía un ritmo ya libre, sin necesidades estructurales? ¿Hasta qué punto atascan la métrica y la rima el camino hacia un concepto poético de la letra de una canción? ¿La construcción musical permite desarrollar una estética en la escritura? En fin: ¿puede darse una correlación armoniosa entre ambas?

En marzo de 2011, LA GACETA Literaria publicó una nota de tapa titulada Música y letras que abordaba estos desafíos, con testimonios de los críticos musicales Sergio Pujol y Juan Andrade, el músico e historiador Gabo Ferro y el escritor y músico Pablo Ramos.

Pujol opinaba entonces que “en la jerga tanguera se habla del ‘monstruo’. Es la forma de una letra antes que esta tenga palabras. Un molde que se puede musicalizar. Por cierto, a partir del rock las formas canónicas o tradicionales se modifican. Creo que eso se lo debemos a Bob Dylan. En Dylan la letra rompe moldes y conduce a la música”.

El juglar

La letrística dylanesca se ha alimentado de diferentes fuentes, sea la poesía beatnik, la picaresca, los amores sangrantes o la religión cristiana; de índole narrativa, cargan con un profundo compromiso sociopolítico; desafiantes, nunca listas para complacer, gustosas de incomodar al poder.

Tomemos como ejemplo Hurricane, la historia de Rubin Carter, un boxeador estadounidense negro que en 1966 fue acusado y detenido por un triple asesinato que no había cometido. Pasó 20 años en la cárcel.

Escribió Dylan en esa canción: “No puedo evitar avergonzarme de vivir en un país donde la justicia es un juego (...) Esta es la historia de Huracán, pero no habrá terminado hasta que limpien su nombre y le devuelvan el tiempo que ha cumplido. Lo pusieron en una celda, pero pudo haber sido campeón del mundo”.

Bob supo además cerrar las etapas antes de que las etapas lo cerraran a él. En lo religioso, fue de lo judío a lo católico (Juan Pablo II llegó a incluir la letra de Blowin’ in the Wind para uno de sus sermones); musicalmente, de lo acústico a lo eléctrico: se abrió pasó desde el folk, pero recorrió el pop, el rock, el blues, el country, el góspel y todos los subgéneros que surgieron de los esclavos negros en las grandes plantaciones del sur norteamericano del siglo XIX.

De voz inconfundible, nasal, sus letras -dicen los que saben- no merecen comparación. Aunque a la saga tal vez le vaya Leonard Cohen, otro gran juglar de extracciones similares. Pero ya se sabe, la academia sueca no es gustosa de reincidir en ciertas estéticas.

© LA GACETA

Hernán Carbonel -

Periodista y escritor.