Valentín Benítez tenía tres años cuando su mamá, Karina, notó que algo no andaba bien. Esas pequeñas manchas púrpuras en su rostro parecían ser una mala señal. La fiebre aumentaba así que decidió llevarlo al hospital. El diagnóstico la dejó al borde del abismo: su hijo tenía meningococcemia o púrpura fulminante. Esta grave enfermedad, que tiene entre otros síntomas el sangrado bajo la piel en las extremidades, requirió que el niño pasara varios días en terapia intensiva. Incluso estuvo en coma. “Nos dijeron que no iba a sobrevivir”, relata la joven madre. “Luego nos avisaron que se iba a salvar, pero que inevitablemente había que amputarle las piernas, debajo de las rodillas, y algunos dedos de la mano derecha”, detalla.   

Cuando le dieron el alta, comenzó para los Benítez (oriundos de la localidad de Laferrere, en Buenos Aires) una nueva lucha: tratar de que su hijo pudiera tener una vida lo más normal posible, algo que recién ahora, cuatro años después, creen que van a lograrlo. Les parece mentira ver al niño con la sonrisa dibujada en el rostro, largando abrazos y carcajadas, acariciando, de a poco, su sueño de caminar y correr a la misma altura de los demás chicos de su edad. Y todo gracias a la solidaridad de un ingeniero tucumano y dos estudiantes de Ingeniería Biomédica que se animaron a diseñarle dos prótesis utilizando una impresora 3D.

“Comenzamos en esta lucha hace cuatro años. Lo primero que conseguimos para Valentín fue una prótesis por medio del gobierno nacional, que costó $ 50.000. Pero nuestro hijo casi no la pudo usar, le molestaba, lo lastimaba todo el tiempo. Decidimos arreglarlas con especialistas en ortopedia; nos costó $ 16.000. Pero tampoco logramos que se sintiera cómodo”, cuenta el papá, Pablo, de 31 años. Es peluquero y su trabajo es el único ingreso del hogar que forman con Karina (33), Valentín (7) y su hermana, Priscila (10).

Para Valentín no existen limitaciones. Es independiente y aprendió a hacer de todo: camina con las rodillas, se baña solo, escribe perfectamente con su mano izquierda y es un muy buen alumno. Pero no quiere salir de su casa ni ir a la escuela sin prótesis. No le gusta sentirse distinto. Prefiere no tener que mirar a sus amigos desde abajo. Por eso, desde hace dos meses, se niega a volver a la escuela.

“A mí eso me desesperaba. Entré a internet y empecé a investigar qué podíamos hacer. Ahí vi que se estaban haciendo prótesis de mano con impresoras 3D. Pero en Argentina nadie quería hacer piernas. Dejé mi correo electrónico en un grupo de Facebook por si alguien se ofrecía ayudarme”, relata. La respuesta llegaría un día después, a 1.264 kilómetros de distancia. El que le contestó fue el ingeniero Edgardo Karschti, de la Universidad Tecnológica Nacional (UTN), regional Tucumán.

Con la mirada tímida y las manos inquietas, Karschti confiesa ahora (un mes y medio después de ese contacto con Karina) que cuando ofreció ayuda se “tiró a la pileta”. “Siempre me gustó crear cosas; por eso hace un año me había comprado una impresora 3D (la hizo traer de China), pero la tenía casi en desuso en mi casa. Aprendí a usarla y me dije ‘este año tengo que hacer algo importante’. Apenas vi el pedido desesperado de auxilio de la mamá de Valentín, me dio un poco de enojo que nadie quisiera arriesgarse a ayudar a esta familia. Yo me contacté y le dije la verdad: ’‘voy a intentarlo, pero no le aseguro nada’”, recuerda.

Inmediatamente se contactó con Andrés Godoy y María José García Cabello, dos estudiantes a punto de finalizar su carrera de Ingeniería Biomédica en la UNT, para pedirles que lo ayudaran con la parte anatómica de las prótesis que estaba diseñando en la computadora. Valentín viajó a Tucumán, le tomaron bien las medidas y los profesionales se largaron de lleno a tratar de materializar el proyecto.

Una vez que lograron imprimir las prótesis iba a llegar la prueba de fuego. Los Benítez sacaron los ahorros que tenían guardados, pidieron ayuda en una iglesia evangelista para conseguir alojamiento en Tucumán y se vinieron. “Yo estaba muy nerviosa. Esta era la última esperanza”, dice Karina, con la voz entrecortada y los ojos vidriosos. Valentín, totalmente decidido, se dejó colocar las prótesis y enseguida se paró -con ayuda de un andador de madera que hizo el padre de Karschti - y salió caminado. Unos minutos después, de la mano de los estudiantes Andrés y María José, subía y bajaba escaleras y quería largarse a correr. Todos aplaudían y lloraban emocionados. Valentín no paraba de sonreir.

- ¿Estás feliz?

- Sí, mucho.

- ¿Qué te gustaría hacer ahora?

- Jugar a la pelota, ese es mi sueño. Mis compañeros de la escuela creen que tengo las piernas dormidas. Ya no quiero que piensen eso.


Una iniciativa solidaria en la que se puso corazón y se ahorró dineroso

La primera ventaja de las prótesis hechas con 3D es el costo: “las prótesis tradicionales salen más de $50.000 y la que hicimos nosotros costó $ 500. Otra cosa: son mucho menos pesadas y se adaptan muy bien”, cuenta el ingeniero Edgardo Karschti .   

Según detalló, el director de la iniciativa, el paso inicial para realizar una impresión 3D es diseñar el plano del objeto que se quiere crear con programas especiales.

En el caso de las prótesis, entraron en juego varios aspectos: médicos, mecánicos, de matemáticas, física, etcétera. Una vez finalizado, el archivo se exporta a otro programa que lo prepara para la impresión y que le indica a la impresora cómo materializarlo. La impresora toma el filamento, enrollado en un carretel, y lo va derritiendo. La máquina crea una capa y otra y así se va elevando hasta finalizar la impresión del objeto de acuerdo con el plano inicial.

“El proyecto de las prótesis para Valentín nos puso muy felices. Igual es algo que está a prueba y sujeto a ensayos de todo tipo. Es más, nos gustaría mejorarlas”, resaltó el ingeniero, que ahora también intentará cumplirle otro sueño al niño: conseguir que alguien le done una moto de juguete para que pueda andar con sus nuevas prótesis.