Tarde o temprano -más temprano que tarde-, con pelo platinado o sin él, Lionel Messi probablemente volverá a vestir la celeste y blanca. Después de su renuncia bajo emoción violenta, las señales del camino parecen apuntar a una única dirección: no se escribió aún el capítulo final de esta historia pasional con momentos de alta intensidad y episódicas decepciones mutuas. Detrás de la pregunta del cuándo, subyace otro interrogante, de igual o mayor importancia aún, el cómo. Es decir, en qué condiciones se produciría el regreso de Messi a la selección nacional.
Hay cuestiones externas, que serán develadas con el tiempo. Traducidas a preguntas: ¿quién será el DT a la hora del retorno de Leo? ¿Tendrá mayoría de rostros conocidos entre sus compañeros? ¿Habrá para entonces un equipo que lo acompañe, que no lo deje solo en cancha, como sucedió en el momento cumbre de la última Copa América Centenario? Y existen condiciones internas, relacionadas a las aristas psicológicas que se observaron en la más reciente frustración del seleccionado y en su as de espadas, que deberían ser atendidas para facilitar que se materialice un feliz regreso, más allá de los devenires de los resultados. Ese cómo interno a nivel mental, con su consiguiente impacto en las emociones y acciones de Messi, precisa ser visibilizado, clama por un espacio consciente para que no juegue su propio partido de modo negativo. En el aspecto psicológico, aquello a lo que le cerramos la puerta de entrada de manera inconsciente o en forma de rechazo, suele meterse por la claraboya del baño, cobrando inusitada fuerza en momentos inesperados.
Un Leo púber y su familia se autoexiliaron en Barcelona luego de no encontrar respuestas en su país. El exiliado, voluntario o forzoso, suele estar escindido entre el agradecimiento al lugar que lo acogió y la fidelidad a sus raíces. Ambivalencia y corazón dividido. Por eso no extraña que Messi hubiera elegido jugar con la celeste y blanca, aunque su lugar en el mundo sea Catalunya y el conjunto culé. Este sentido de pertenencia ha sido tan fuerte que hasta ahora bastó para sofocar cualquier atisbo de seducción por afrontar nuevos desafíos en otros lares, como la Premier League inglesa, una movida que probablemente le hubiera significado maduración en distintos aspectos de su vida. Porque Barcelona es para Leo un ambiente protegido, así como lo es para un adolescente la casa de sus padres. Está claro que Messi sólo sale de su zona de confort cuando se suma a la albiceleste, por obra de las críticas y las frustraciones, y por el imperativo del deber ser, del demostrar que también puede ser campeón con la camiseta de su país (con la selección mayor, porque ya lo fue con la juvenil y la olímpica). Un peso grande que podría potenciarse con cierto sentimiento de culpa inconsciente, propia de aquel que decidió dejar su tierra y partir en busca de nuevos horizontes, y con los kilos que Messi y sus compañeros suman a sus respectivas mochilas por los 23 años sin títulos.
Malditas comparaciones
Proclives a compararnos con otros, los seres humanos experimentamos la carga -y el costo- de las comparaciones desde niños, cuando nuestros mayores nos disparan frases como “¿por qué no te portás bien como tu hermano?” o “yo a tu edad ya había hecho tal o cual cosa”. Messi sufre la desdicha de que antes que él hubo un Maradona. Los argentinos, tan afectos a los extremismos, creemos que se trata de uno u otro. Y a ello se agrega el cuestionamiento a la personalidad o estilo de liderazgo de Leo, con el modus Diego Armando siempre como trasfondo nostálgico de una comparación eternamente fútil. Messi precisa desoír cualquier voz externa -y en particular interna- que lo remitan a que tiene una deuda con la Nación, que debe ser alguien distinto al que es, en definitiva, sobreponerse a la tentación de mirarse al espejo con la pretensión de hallar a un otro diferente de él mismo.
El discurso de Messi tras la nueva decepción -“me tocó errar el penal”; “otra vez nos tocó perder una final”- denotaron un estilo de atribución causal indirecta que no contribuye a un hacerse cargo desde la responsabilidad (que siempre es más sano que desde la culpa) de aquello que no pudimos conseguir a nivel individual o grupal. La falta nos atraviesa a todos en la vida: no es posible tener éxito en todo lo que emprendemos, los superhéroes solo existen en los comics. La decisión comunicada por Leo, más allá de que fue interpretada por muchos como consecuencia de la calentura del momento, entregó indicios de una baja tolerancia a la frustración, una materia que todas las personas solemos desaprobar en ocasiones. Algo como “renuncio porque no me salieron las cosas como quería”. Cambiamos relaciones de pareja, trabajos y amigos, sin darnos a menudo la chance de una exploración más profunda acerca de nuestra parte en el asunto. Culpar al destino o a otros por nuestra suerte suele ser un atajo fácil, pero no necesariamente beneficioso para nuestro camino.
La resiliencia es la capacidad de los seres humanos para sobreponerse a períodos de dolor emocional o situaciones adversas. Messi no es neófito en la cuestión, tuvo que apelar a esta capacidad cuando su madre y sus hermanos se volvieron a Rosario y se la jugó por un futuro en el Barcelona asimilando un destierro traumático, o recientemente cuando debió señalar a su padre en el juicio por fraude fiscal y estar sentado él mismo en el banquillo de los acusados (y ser declarado culpable). A esta resiliencia deberá apelar para tener todavía un porvenir en la selección argentina.
La crisis, una oportunidad
En el caso de Messi, la implosión -y la explosión- que siguieron a su cuarta final perdida con Argentina encierran una gran chance para el mejor jugador del mundo: la posibilidad de crecer, de que el adulto le gane al nene que -como dijo Juan Pablo Varsky en La Nación- a veces emerge y toma protagonismo, como en los minutos posderrota en esa noche de Nueva Jersey.
Como cualquier hijo de vecino, Messi tiene permitido cambiar de opinión, archivar si lo desea ese abrupto “se terminó para mí la selección”. Al igual que le asiste el derecho a ratificar la decisión, a abandonar un lugar en el que ya no quiere permanecer. Incluso si se trata de la selección de su país, sin que ello lo convierta en un traidor a quién sabe qué causa. El hombre de Barcelona es, antes que nada, un ser humano. Y dicho esto: no solo es importante la meta, sino también -y sobre todo- el camino.
Para despejar los nubarrones que envuelven a Messi y a la selección, y mirar hacia el horizonte con una mirada más diáfana, vale la pena prestar oídos a la sabiduría del maestro zen Phil Jackson, ex entrenador de la NBA, quien en su libro “Once Anillos” escribió: “al inicio de cada temporada yo alentaba a los jugadores a centrarse en el camino más que en la meta. Lo más importante es jugar bien y tener la valentía de crecer, no sólo como seres humanos, sino como baloncestistas. Si lo haces, el anillo ya se encargará de sí mismo”.