En el campamento base de la Cara Norte del Monte Everest, a 5.300 metros de altitud sobre el nivel del mal, Pablo Zelaya Huerta respira y luego suspira, agradecido de la oportunidad de haber estado tan cerca pero tan lejos de hacer cumbre en el techo del mundo, de 8.884 metros. No tuvo suerte. El clima le dio la espalda. Y cuando intentó ir por la subida veloz, un recurso utilizado en sus ascensos al Aconcagua, le faltó resto. Así lo reconoció a la distancia. “Lo más difícil fue decidir bajar, suspender el sueño. Pero la vida, mi vida, estaba en juego. Pensé en mis hijos”, le comentó vía Whatsapp a LG Deportiva. Pablo no cumplió su meta de ubicar a Tucumán en la cumbre de las cumbres, en el año del Bicentenario. Estuvo ahí, muy cerca. Y eso es lo más difícil de aceptar al hacer un repaso de lo sucedido.

Desde el vamos la misión pintaba hípercomplicada. Cinco de los siete montañistas (cinco mexicanos, un indio y el tucumano) que se embarcaron en esta expedición al Everest decidieron ir a la antigua: sin oxígeno ni asistencia de sherpas (guías). “Terminé con los pies congelados pero por suerte me recuperé. El resto de los chicos también sufrió complicaciones: tres padecieron edema cerebral, uno edema pulmonar y dos quedaron a la espera de una ventana hasta que el clima mejore. Ellos sí iban con asistencia y con oxigeno”, relata el tucumano, esperanzado de que dos de sus colegas se sumen al selecto grupo de unos 4.000 montañistas que hicieron cumbre.

El lado heroico

Su primer logro personal fue haber ascendido hasta los 7.400 metros, una altura superior al Aconcagua, que no llega a los 7.000 (6.962). Pero hubo más. Cuando armaba las valijas para encarar un nuevo desafío, aunque de otra índole como escalar las rocas del monte Matterhorn (Suiza), una llamada de emergencia le hizo cambiar de planes. “Mis compañeros que fueron con full service hicieron cima y al bajar se sacaron sus máscaras de oxígeno y el sol les quemó la cara. Quedaron ciegos. Decidí subir a los 8.000 metros para ayudar a bajarlos. Sufrieron ceguera y debían pasar por campamentos y grietas. Si bien estaban acompañados por sus sherpas, necesitaban ayuda. Subí con un amigo de Inglaterra”, indicó.

Desde que Zelaya Huerta decidió ir en ayuda de los amigos hasta el regreso pasaron algo más de dos días. “Llamaron desde de los 8.300. Los acercaron hasta 7.700 y ahí nos encontramos con Luis y Ara”, contó Pablo desde los 5.300 del campamento base chino.

Luis Alvarez, mexicano de nacimiento, y Ara Khatchadourian, de la India, fueron bajados por Pablo por una pared de hielo de más de 1.000 metros de altitud. “Estaban ciegos, pero poco a poco fueron recuperándose”, reía Zelaya Huerta, el héroe de dos desconocidos, hoy amigos para siempre. “Lo malo es que Ara perderá dedos de sus pies”, señaló.

Días antes del mensaje de SOS de los expedicionarios, el Everest ya se había cobrado dos vidas. La de Zelaya Huerta podría haber sido otra. Cuando decidió sumarse al equipo de rescate, compuesto por una médica, dos sherpas y el amigo inglés, no estaba en plenas condiciones físicas. Todavía sufría por un cuadro de congelamiento. “Y sí, pero era más importante la vida de mis compañeros que perder dos dedos de un pie. Mi cima fue encontrar a mis amigos y traerlos de vuelta al campamento. Esa fue mi cima”, asegura hoy, y pide un espacio para los agradecimientos: “al Gobierno de Tucumán, a la secretaría de Deportes de la Provincia, al Grupo Aetti, a Stella Maris Córdoba y a Pablo Yedlin, que estuvieron siempre a mi lado, además de mi médico y el personal de apoyo”.

Si habrá revancha lo dirán los años. Zelaya Huerta fue por una hazaña: abrazarse con la cima del mundo, pero terminó consiguiendo otra mejor e inolvidable. La de estar cerca de quienes lo necesitaron y que hoy viven porque él y otros locos de la guerra fueron a su llamado, precisamente en la montaña más letal de la Tierra.