Sebastián Rosso - LA GACETA

“La antigua ciudad de San Miguel de Tucumán no había desaparecido todavía; por el contrario, la nueva recién comenzaba a formarse, pues corría el año 1688, cuarto de su traslación”. Así comienza, a principios del siglo pasado, uno de los escritos más conocidos de Julio López Mañán titulado “El suplicio de una hechicera”. El relato es atrapante: tratemos de resumirlo. Diego Bazán, hijo del Maestre de Campo Don Pedro Bazán Ramírez de Velasco y de Doña Lucrecia de Figueroa y Mendoza, había asumido la responsabilidad de construir una acequia para el nuevo poblado. A poco de empezar la obra cayó enfermo con una inflamación, tal vez un absceso, en el muslo izquierdo. El problema fue empeorando paulatina e irremediablemente.

Hechizos

El 1 de diciembre, la madre del enfermo acusó a Luisa González, india de la encomienda de su marido, de haberlo hechizado. Luisa fue inmediatamente encerrada y sujetada con grillos. Dos días después, otro indio de nombre Pablo, de quien se decía que era adivino, confirmó con sus dotes que Luisa era la causante del mal mediante algún sortilegio. La Justicia ordenó revisar el rancho de la acusada. Dos oficiales y Pablo hallaron debajo de su cama un hueco de donde el indio sacó, “a la vista de los declarantes”, un sapo “atado con un pedacito de lienzo y un hilo blanco en el muslo”. Ninguno dudó que era el maleficio.

Como la Justicia, en estos casos, actuaba por confesión más que por pruebas, se esperó hasta el 21 de abril de 1689, cuando el alcalde dictó sentencia contra la acusada. “Por rebelde, contumaz y que no ha querido confesar el delito cometido”, era condenada a “que se le den los tormentos que el derecho dispone para que se conozca y sepa la verdad”. Un par de días más tarde, se dio la orden de “desnudar y tender en el Potro” a Luisa. “Habiendo templado los cordeles le volví a requerir que confesase la verdad” testimonia el acta. Esa verdad, para ella, era que había sido Pablo quien puso el sapo en su casa. Aunque la tortura se repitió el 24 de mayo, entre gritos de dolor, siguió vociferando que de morir, moriría inocente. Para el final hay dos versiones diferentes: para López Mañán, el alcalde ordenó detener el tormento y liberó a la rea; para Emilio Catalán, la india Luisa terminó muerta.

Poderes

Aunque suene descabellado, no fueron pocos los casos de este tipo en Tucumán. Las brujas eran acusadas de los más diversos males y se les suponían poderes temerarios: matar animales, arruinar sembradíos; lograban que a las personas les saliesen arañas y espinas del cuerpo, cuando no las enfermaban y por fin las mataban.

En otro caso, que titula “La prueba testimonial en la superchería”, López Mañán cuenta que la india Pascuala, de la comunidad de los Amaicha, fue acusada en 1766 de atacar con sus malas artes a la esclava negra María del Carmelo. Esta sufría de constantes y grandes dolores en todo el cuerpo. Decía que la Pascuala “aparecía a su lado” y “le escondía en el cuerpo ataditos de espina y trapitos” para maldecirla. Un testigo confirmó que si bien no podía ver a la bruja, encontraba espinas y trapos atados ocultos en el cuerpo de la enferma. Otro declarante acusó a la Pascuala de matar a sus tres hijos, uno de ellos asfixiado por manos invisibles. Casi siempre los poderes provenían del mismo diablo, muchas veces en forma de animal. En Santiago del Estero, en 1761, las indias Pancha y Lorenza aprendieron sus embrujos en “una Salamanca”, con “gente todos en cueros”, donde “se desnudaron y vieron un viborón que sacaba la lengua mirando a todos”, antes de darles unos papeles con polvos “atados con hilo colorado y cabellos” para matar.

Tormentos

En 1936, Emilio Catalán publicó en la efímera revista del Instituto de Estudios Históricos de Tucumán, un largo artículo sobre los tormentos aplicados a los acusados de brujería. Se describen allí los distintos tipos de tortura. Los nombres podrían resultar graciosos si no tenemos en cuenta lo que significaban en la práctica:

El potro: consistía en una especie de viga, vertical u horizontal, en forma de tornillo. Se ataba al reo desde brazos y piernas, y a cada vuelta de rosca se estiraban las extremidades hasta desencajarlas.

El garrote: eran ligaduras hechas en cada uno de los brazos y piernas. Con un palo pasado hasta la mitad de su longitud en cada ligadura, se procedía a retorcer los miembros con cada vuelta, hasta terminar penetrando la carne hasta el hueso.

La garrucha: las manos eran atadas a una cuerda, que luego pasaba por una polea colgada del techo. Los pies se ataban a un enorme peso de hierro o piedra, y se procedía a izarlo hasta la polea. Luego se lo dejaba caer hasta media altura, con la esperable dislocación de los brazos.

El ladrillo y el sueño al estilo español: la víctima era atada, de pie, a una viga. Se apoyaban bajo sus plantas, sucesivamente, ladrillos helados y ladrillos al rojo durante días, sin dejarlo dormir. Las indias Pancha y Lorenza murieron luego de una combinación de los dos últimos.

Hoguera

Dice Catalán que en la penúltima década de 1500, el gobernador Ramírez de Velasco “obtuvo la autorización expresa para aplicar, además de los tormentos que eran regla en uso corriente, las penas de la hoguera y del destierro perpetuo”. De este último castigo tenemos la noticia de la india Lucrecia: luego de ser hallada culpable de “emplear secretos filtros o yerbas venenosas en prejuicio de rivales de su sexo”, fue condenada al destierro de por vida en el Fuerte de Balbuena. Hay un par de casos en que las acusadas terminaban quemadas. En 1703, la negra Inés fue condenada a la hoguera en Tucumán. “Para escarmiento general” se la mató a garrote, y luego su cuerpo fue quemado en una hoguera levantada especialmente para esta causa. Para la india Juana Pasteles, la Justicia de Santiago del Estero no le fue más benévola en 1716. La sentencia decía: “fallo que haciendo Justicia debo condenar y condeno a la dicha Juana Pasteles en pena de muerte para la cual será sacada de la cárcel pública y prisiones y montada sobre una bestia con albarda con soga al cuello y llevada públicamente por las calles de esta ciudad con voz de pregonero que manifieste su delito hasta el lugar del suplicio extramuros se le dará que naturalmente muera. Y estándole será quemada en una hoguera que para el objeto se prenderá para que su cuerpo encenizado se reduzca debajo bajo custodia, en condigna pena de su delito”.

El diablo en el cuerpo

La película “La Bruja”, que se proyectó en esta ciudad el último mes, transcurre en la Norteamérica de principios de 1600. Al comenzar, una familia es expulsada de la colonia que habitan. El ambiente está atravesado por una religiosidad insoportable: crea un mundo sobrenatural y aberrante, que nunca se sabe si viene de la oscuridad de un bosque cercano, o de la misma familia. Adultos alienados y niños que viven en estado de sexualidad latente. Bebés que desaparecen, animales que hipnotizan, viejas que levitan. Varias escenas están en deuda con las imágenes que el español Goya le dedicó a las supercherías y a las persecuciones de brujas. Cuando termina el film, se aclara que la ficción está basada tanto en narraciones populares coloniales, como en documentos y actas judiciales.

Algunas diferencias que podemos notar entre película y literatura radican en que en nuestros textos no hay escobas ni carneros. Tampoco el acusado es el mismo. En la película, es un rol indefinido que atraviesa a toda la familia, aquí son siempre indias o esclavas y, en todos los casos, mujeres. Por último, las intenciones y los vehículos son diferentes: una es hija de la impresionante máquina de ficción que es el cine norteamericano, y los otros son trabajos de investigación y reconstrucción documental en los límites de lo académico.

Justicia

Tanto las historias fantásticas como los juicios, ponían en escena un mundo, a nuestros ojos, increíblemente supersticioso e injusto. La sugestión y el prejuicio dominaban la realidad, “las supersticiones se propagaban” decía López Mañán, y “el antagonismo de raza, de intereses y de prejuicios, llevaba a los civilizados a exagerar su fe”. Catalán asume aquí otra visión, la de Castillo de Bobadilla, para quien las motivaciones eran menos religiosas que políticas: se necesitaba “aplicar tales penalidades para quebrantar el poder político de los brujos que acaudillaban las tribus contra los españoles”. Podría resultar plausible en las primeras gobernaciones, en medio de las guerras calchaquíes, pero los casos de las indias que transcribimos, llenos de delaciones y celos, huelen más a venganza o a puro desquite.

Muy racionalmente, hoy podemos decir que detrás de cualquiera de estas historias existirán motivaciones y ambiciones más terrenales que sobrenaturales. A esta altura del partido, no deberíamos creer que existen las brujas, pero las ganas de perseguir siguen intactas.