La zamba “Ojos de tigre”, de Manuel J. Castilla y Pato Gentilini, le presta el nombre al primer CD de Héctor “Topo” Bejarano. Y el músico le es tributario a la idea de sus antecesores y maestros de “velar el fuego como lo hace el hachero en la soledad del monte, cuando lo cuida tapándolo con las cenizas de su propio silencio”.
“Intenté que fuera no solo mi propuesta sino que de fe de otras, las de la veintena de artistas que intervinieron en el disco. Quizás lo más importante es aportar el hilo conductor de una mirada posible al actual canto popular tucumano como una identidad palpable, construida sobre fertilidad de lo diverso”, le dice el flautista a LA GACETA.
En ese sentir es que “Ojos de tigre” es más que un disco: contiene la apuesta es transformarse en un colectivo artístico contra el mercado de la música, que nuclee a quienes comparten la misma ética en relación con su producto y con el público.
- ¿Qué te significa llegar al disco propio, luego de acompañar a tantos músicos en otros?
- A este disco llego por varios caminos que en un punto convergieron. Primero, tuve la posibilidad concreta de producirlo, cosa que hasta hace un tiempo me resultaba impensada; al mismo tiempo, me encontré rodeado de una atmósfera bellísima de música que sentí la necesidad de retratar; y durante la maduración de la idea, fui percibiendo en diferentes reuniones que se estaba gestando una idea colectiva sobre el canto popular. A fines de 2013, además, vivimos la tragedia de esa suerte de golpe de Estado policial, que usó los saqueos como fuerza de choque. Sin saber de dónde ni quién era la amenaza, la ciudadanía se defendió en base a la idea noble de la unión con el otro, en reconocerse en el vecino y en el fuego de esas barricadas terminó de fraguarse la idea. Miré a mi alrededor y me sentí cuidado, sostenido por un grupo de jóvenes que son parte de la nueva canción popular tucumana. Quise que mi CD fuera un testimonio de sus presencias, porque fueron los inspiradores del trabajo, junto a las voces que me acompañaron desde hace tiempo y que marcaron mi historia.
- ¿Cuál es la filosofía que te sostiene?
- Es un trabajo de goce, de regocijo ante una idea compartida de belleza. También busca dar un espacio a la intimidad, al encuentro ritual, y visibilizar lo que de dolor tiene la vida, para así depurar y elevar la alegría. Todo tiene un correlato sonoro: busco una música no abarrotada, sin polución, en que se valore el espacio, que posibilite nuevos brotes. Pero es un poco un salto al vacío, un pichón de ave ante su primer vuelo, a lo no explorado como pulsión, posibilidad o movimiento
- ¿Qué sentís en este momento de tu carrera y hacia dónde te dirigís?
- Estoy en un punto de gran felicidad con relación a la música. Siento que se me ofrece tanto amor que sólo pienso en ser digno de recibir todo lo que se me brinda. Estoy en armonía con mis maestros, con mis compañeros de sueño generacional, y en conexión profunda con parte de las nuevas generaciones. Es mi deber y destino: me crié con Lucho Hoyos, Leopoldo Deza y Quique Yance, pero todos crecimos formados por las luces de Gentilini, los Nuñez, el Chivo Valladares, los Nieva.Tengo el deber de ser puente para que las nuevas generaciones se conecten con esa historicidad. Como digo en el disco: “apenas un puente aspiro a ser, hollado por los pasos de esas voces nuevas que se acercan a abrevar en los manantiales del origen”.
- ¿Qué te da enseñar en la escuela popular de Monteros?
- Obró en mí con un efecto de sanación. Significó redondear en mi subjetividad todas estas ideas que presento en mi música. Es un restañar heridas de mi formación y superar resentimientos. Es la posibilidad única de poner en práctica lo que soñé como formación musical, poner en valor las mejores experiencias y preparar el terreno para generar nuevas potencias.
- ¿Cómo evalúas la gestión cultural provincial y nacional?
- Lo que ha pasado a nivel nacional en cultura no estaba ni en el más optimista de mis sueños hace veinte años, y en un sentido amplio, no sólo en lo artístico. En el lugar que yo trajinaba en los 90, mendigando una flauta dulce, ahora existe ¡una orquesta sinfónica! Es en mi querido barrio La Bombilla. Pero además hay otras diez orquestas repartidas en toda la provincia. De sólo pensarlo, se me eriza la piel. Pero si se trata de comparar, las noticias tucumanas no son las mejores. Veamos dos hechos similares: se lograron recuperar dos espacios emblemáticos, como el cine Plaza, hoy teatro Mercedes Sosa, y el actual Centro Cultural Kirchner, en Buenos Aires. Pero mientras que en este último ya tocaron músicos que acá apenas si pueden pisar la vereda del Mercedes Sosa: Lucho, el Mono Villafañe, Juan Falú, Juan Quintero, Huguito Rodríguez, Deza, Ariel Alberto, mi tocayo Topo Encinar. ¿Qué pasaría si a todas esas voces las ponés juntas en un mismo espacio, sumadas a los que la están peleando al más alto nivel, como Javier Fiori o el dúo Moyano-Camuñas y muchos más? Sería el inicio de una revolución musical, de una puesta en valor de la que pronto hablaría el país entero. Hoy pasa por allí lo más vulgar del teatro revisteril porteño, que de ningún modo se justifica sea sostenido con recursos del estado tucumano.