Por Eugenia Flores de Molinillo
PARA LA GACETA - TUCUMAN
La Guerra de Secesión (1861-1865) llega a su fin. Lo peor parecía ser ya cosa del pasado. Los cañones, los rifles, se iban silenciando. La humareda ya dejaba de opacar el perfil de las arboledas en los hermosos valles sureños, renovados por la primavera. Los gritos de mando y los quejidos intermitentes de los heridos se iban apagando.
Han pasado 150 años desde el 9 de abril de 1865, cuando el General de las tropas de los Estados Confederados de América, Robert E. Lee, se rendía al General Ulysses Grant, comandante de las tropas de los Estados Unidos de América. Algunas unidades del debilitado ejército rebelde seguirían su lucha hasta junio en otros puntos del vasto escenario de esa guerra que dejaría más de 600.000 víctimas. Tras cuatro años, había fracasado el intento de crear una nación aparte, capaz de sostener su economía con el trabajo de unos cuatro millones de esclavos de origen africano.
La capital, Washington, comenzaba a revivir. El Presidente Abraham Lincoln, con las arrugas marcando en su rostro el horror de la lucha fraticida, fue con su esposa al teatro Ford la noche del 14 de Abril de 1865. También fue al teatro un ex-espía sureño, actor mediocre y fanático defensor de la esclavitud y la Confederación, pero no precisamente para ver Mi primo americano, la obra de esa noche. Su misión era otra, y la cumplió a la perfección: disparar al presidente. Siguiendo su impulso actoral, John Wilkes Booth saltó luego al escenario y gritó las palabras que supuestamente dijera Bruto –Plutarco lo niega– al apuñalar a Julio César: Sic semper tyrannis, “Así siempre a los tiranos”. El sol del 15 de abril comenzaba a iluminar la cúpula del Capitolio cuando el Presidente Lincoln moría.
Un hombre de tantos lee la noticia en el periódico. Es Walt Whitman, el poeta que diez años antes sacudió la opinión de intelectuales y público con Hojas de hierba, alegato poético en celebración de la vida y la libertad que algunos tildaron de obsceno. Ahora tiembla de dolor y de impotencia. Enfermero del ejército de la Unión, apoya la causa que quiere impedir el desmembramiento del país: “una casa dividida contra sí misma, no permanecerá” (Mateo, 12:25) era la frase bíblica que Lincoln repetía. Las ideas bullen en la mente de Whitman en busca de palabras para sus sentimientos. Dos días después, Que se silencien hoy los campos queda incorporada a Drum-taps, libro de poemas inspirados por la guerra, que estaba en prensa: la elegía, de solo doce versos, alude al entierro de Lincoln, por fin en paz, y la voz del poeta llama al campesino a cantar con él el amor que le profesaran quienes lucharon por su causa: “Que se silencien hoy los campos / y, soldados, guardemos estas armas gastadas por la guerra”.
Lilas, estrella, zorzal
La primavera cumplía su misión resucitando la fértil pradera, el árbol, la flor. El contraste entre el revivir de la naturaleza y la irrevocable partida de Abraham Lincoln sacudió al poeta de casi 46 años, y otras imágenes maduraron en su mente ante la floración de las lilas en los jardines y los montes. Una elegía pastoral, en la que el hablante piense en la flor como símbolo de resurrección, no del hombre, sino de su espíritu, y no de su alma glorificada, sino de la causa que defendiera: la unidad de su país y la necesaria igualdad que solo la democracia hace posible. Una Pascua cívica, paralela a la religiosa, celebrada el 16 de abril. Ese ideal era su legado, la estrella que guiaría a los que quedaban. Y el poeta: no él, Whitman, sino un zorzal que canta, solitario, un “villancico” (“carol”) a la muerte y a la resurrección. Y surge el poema “La última vez que florecieron las lilas”, que traza en 127 versos un itinerario que va desde el epíteto emotivo hasta el sutil desarrollo de una opinión conceptual. Lo poético asciende cono un ensalmo a través de imágenes semánticamente ricas. El tren, símbolo por entonces del progreso, lleva el cuerpo de Lincoln desde Washington hasta Illinois en medio de la congoja popular. El poeta espera, con otros, el paso del tren, para depositar un gajo de lilas sobre el ataúd viajero.
¡Oh, Capitán, mi Capitán!
Pero Whitman no ha agotado sus pensamientos en torno al magnicidio que lo impactó tan intensamente. Esta vez dramatizará la muerte de Lincoln en términos de un navío que llega a puerto para la celebración de la victoria obtenida, pero el Capitán, tendido en la cubierta, ya no puede oír el repicar de las campanas ni la música triunfal. La voz poética intenta despertarlo: “¡Oh, Capitán, mi Capitán!”. Quienes vieron La sociedad de los poetas muertos recordarán el énfasis con que los jóvenes alumnos del profesor interpretado por Robin Williams recitaban esta frase. El Capitán ha muerto, pero la unidad del país está asegurada bajo el signo de la democracia, que Lincoln definiera con tanta sencillez: “El gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.
Otra elegía, la más breve, rubricaría años más tarde (1871) la fidelidad del poeta a los ideales del presidente asesinado. “Este polvo que fuera el Hombre”, resume en cuatro versos el legado fundamental de Lincoln: la unidad de su país.
Los cuatro poemas elegíacos que Whitman escribiera a partir del asesinato de Lincoln unieron las imágenes de ambos como defensores de un ideario de vida que privilegia la libertad como valor supremo, pero una libertad unida inextricablemente a la responsabilidad de usarla para hacer el bien. Ninguno de los dos fue amigo de los sermones: ni los discursos de Lincoln, ni los poemas de Whitman se imponen, sino que seducen.
Lincoln y Whitman no se conocieron personalmente, pero estos poemas los unen en el imaginario de la cultura estadounidense y también más allá de la patria a la que dedicaron sus esfuerzos.
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Eugenia Flores de Molinillo -
Profesora de Literatura
norteamericana de la UNT.