Autobiografía

La isla de la infancia

Karl Ove Knausgard

(Anagrama - Buenos Aires)

Hay personas que hacen a la perfección determinadas cosas. Parecen tocadas por una varita mágica. O por un teclado mágico, si se trata de un escritor. Me refiero al noruego Karl Ove Knausgard, el autor de seis novelas autobiográficas reunidas en Mi lucha, y que Anagrama viene publicando de a poco. De momento son tres y una es mejor que la otra. Las primeras son La muerte del padre y Un hombre enamorado. La tercera, que acaba de aparecer, se titula La isla de la infancia. En ella, el autor demuestra una virtud tremenda para contar en 500 páginas el período de su vida que va desde los seis a los trece años. No le sobra nada; mérito también de la muy buena traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

La historia se centra en su padre, principalmente, y en sus primeros amores, con los desaciertos y esperanzas que estos conllevan. También hay lugar para los amigos. Knausgard da cuenta de cómo esas temáticas forjaron su personalidad. En cuanto a la figura paterna, ya es conocida por quienes hayan leído el primero de esta serie de libros. Pero la diferencia está en que en La isla de la infancia cuenta en detalle las barbaridades que tuvo que soportar de ese hombre que no paraba de humillarlo.

La muerte como escape

En las primeras páginas recuerda que una vez lo mordió un perro y en su casa no dijo nada para que no lo reten. Luego describirá la vez que encendió el televisor y se rompió: aunque no fuese su culpa, el padre lo mandó a encerrarse en la habitación. “¿Me estás provocando?”, le increpó cuando no se animaba a aprender a nadar mientras lloraba y pedía que por favor lo dejara irse. También lo encerró en su cuarto porque cuando le compraron un gorro para la pileta, con dibujos para niñas, él dijo que no quería usarlo. Quería uno para varones. Pero el sólo hecho de expresar eso le valió el encierro provisorio. Al final tuvo que ir a nadar con ese gorro y someterse a las cargadas de sus compañeros. Por comerse dos manzanas en vez de una, lo llamó a los gritos y lo obligó a devorar muchas más, una tras otra, hasta que el Knausgard niño llorara con su estómago lleno. Su padre parecía siempre agazapado a la espera del error para retarlo. Le tiraba de las orejas, lo rebajaba con insultos y hasta era capaz de empujarlo contra una pared. Sobran los ejemplos en la novela.

“Sólo pensar en mi padre, en que existía, me hizo temblar de miedo”, lo referirá el autor. Y también será duro cuando diga que pensaba en la muerte como única salvación ante el martirio familiar. “Después de cada enfrentamiento me quería morir. Una de mis mejores y más entrañables fantasías era que me moría. Entonces sería peor para él. Entonces se quedaría pensando en lo que había hecho. Entonces se arrepentiría (…). Lo imaginaba retorciéndose las manos de desesperación mirando al cielo, ante el pequeño ataúd en el que yo yacía...”.

Memoria pragmática

El valor de la amistad, el primer beso, la primera novia, el fútbol, el rock, las ropas de moda y los bailes iniciales funcionan como escenario de un gran relato. En esta historia, cada personaje tiene nombre y apellido real, lo que le valió el enojo de muchos de ellos. Nada de lo que cuenta tiene carga de melancolía. Knausgard apela al relato duro, tal vez porque sabe, como escribe al principio, que “la memoria es pragmática, es insidiosa y astuta, pero no de un modo hostil o malicioso; al contrario, hace todo lo posible para satisfacer a su amo. Algunas cosas las empuja hasta el vacío del olvido, otras las retuerce hasta lo irreconocible, otras las malinterpreta elegantemente, y algunas, las menos, las recuerda nítida y correctamente. Tú nunca puede decir qué es lo que se recuerda correctamente”.

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Alejandro Duchini