Alex Ahmed vivía en el centro hasta que se convirtió en granjero, en un campo de Famaillá. Tiene 36 años, le faltan unas pocas materias para recibirse de ingeniero agrónomo y se siente más que orgulloso de haber dejado atrás su vida de citadino para poner las manos en la tierra.

El sueño de tener la granja propia lo desvelaba desde chico. A pesar de que con frecuencia escuchaba la frase “el campo no vale la pena, mejor es estar en la ciudad”, a Alex le gustaba la idea de producir su propia comida. Fue así que en el año 98 decidió estudiar la carrera de Agronomía. Poco después, su papá le dio a él y a sus hermanos un pedazo de tierra que la familia tenía en Famaillá.

“Yo alquilaba un departamento en el centro, pero me rondaba la idea de empezar a construir algo para instalarme en el campo. El primer proyecto que armé fue hacer miel. También abrí en la ciudad un negocio de productos regionales y así podía mantener mis estudios. Viajaba casi todos los días hasta 2009, cuando una crisis económica me obligó a cerrar mi local”, cuenta Alex. Poco después se enamoró de Lucía, su actual esposa, y se mudaron juntos a una casa en barrio Sur.

A ella, que es artista plástica, docente y tiene un taller textil, no le gustaba mucho la idea de dejar todo para irse al campo. “No le convencía el proyecto porque aquí estaban todas sus amigas y sus cosas. Pero después se decidió. Ahora, ella viaja dos días a la semana a la ciudad y así mantiene todas sus actividades”, detalla Alex.

El productor fue de a poco construyendo su casa, en la que ahora vive junto a su esposa y su hijo Simón, de un año y 10 meses. Para ellos, el campo es lo mejor que les pasó en la vida, dicen. A la granja le llega por la ruta 301. A 500 metros de la réplica del Cabildo, hay que desviarse en dirección hacia el cerro varias cuadras hasta llegar a la finca “La Dulce”. Se llama así porque producen principalmente miel, aunque también tienen animales y siembran y cosechan todo lo que necesitan para vivir. “Después de haber leído todas las cosas que les ponen a los alimentos decidí que todo lo que llega a nuestra mesa lo producimos nosotros”, remarca.

En las dos hectáreas de la finca, el pequeño Simón vive una aventura todos los días. “Es el niño más sano. A nosotros esto nos cambió, nos dio paz. Empezamos a dormir tranquilos, sin los ruidos insoportables, la contaminación y los olores de la ciudad. Además, es muy económico vivir acá: gastamos el 30% del dinero que gastábamos en la ciudad”, describe.

“Si necesitamos ir a la ciudad no hay problema: estamos ahí en 20 minutos. Cuando vamos, antes de salir ya estamos extrañando volver”, relata Alex. No lo desvela pensar cómo hará cuando su hijo empiece a tener obligaciones. “Se educará en una escuela de aquí cerca, en este ambiente, lejos de la furia y las tensiones de la gran ciudad”, dice este joven padre, que se levanta con el canto de los gallos y pasa las horas en contacto con la naturaleza, manejando el tractor, sembrando la tierra, cuidando los patos y los pollos y disfrutando del paisaje del cerro.