Es hija de un ex boxeador. Ese deporte está en sus genes. En 24 años de vida siempre estuvo rodeada por guantes, vendas, protectores bucales, bolsas de arena, el aroma a menta del gel desinflamante y los ruidos del gimnasio. Pero es mujer. Y entonces no es fácil. Practicar boxeo no es lo mismo para un hombre que para una mujer. Mucho menos si esa mujer es madre.
Hace cuatro años, en 2011, cuando ella empezó con la idea de calzarse los guantes ni siquiera su propio padre la autorizaba. Luis Pérez, un hombre que dedicó su vida al boxeo, que fue campeón argentino en los 70 y era una de las figuras convocantes de los viernes en el estadio de Villa Luján, no quería saber nada. Estaba convencido de que el boxeo no era un deporte para su hija. Ella también estaba convencida, pero al revés.
A los 20 años, Vanesa Pérez había sido madre por primera vez. En 2011 nació Samir. Después del parto, se acostumbró a los quehaceres de madre. Pero cuando el bebé cumplió dos años, la joven volvió a empujar su viejo sueño de subir al ring. Su padre seguía negándose. Decía que no tenía sentido que una mujer se deformara la cara a golpes de puño, que la disciplina para entrenar, que la rigurosidad de la práctica, que el sacrificio, que el bebé, que esto, que lo otro. Siempre había un pero, a mano, para frenarla.
Ella se defendía diciendo que su amor era el boxeo. Cada vez que alguien sacaba el tema, en una reunión familiar, Vanesa decía quiero ser boxeadora. Había cumplido 22 años. Samir, el bebé, dejó la mamadera, aprendió a caminar, y ella, por los vaivenes de la vida, se distanció de su pareja, el padre de Samir. Quedó sola. El panorama era sombrío. No era un buen momento en su vida personal. Ideas y proyectos se desvanecían. Todo le daba vueltas en la cabeza. El futuro, la familia, el bebé. En esa época, ella entendió que, la única manera de resurgir y salir adelante, era peleándole a la vida. Era el momento de calzarse los guantes para boxear. Su padre seguía firme en la negación. Sin embargo apareció un mediador.
Mi primo Gustavo fue el que me ayudó muchísimo, porque él lo convenció de que yo quería ser boxeadora. Le dijo que yo era la hija más parecida a él. Que yo tenía pasta para el boxeo. Y le insistió tanto que lo convenció.
Al campeón de los años 70, al boxeador que llegó a ser sparring de Ringo Bonavena, al hombre que ahora tiene el pelo más blanco, no le quedaron más argumentos, bajó la guardia y aceptó los deseos de su hija. Vaya paradoja. Luis Pérez terminó siendo el entrenador de su propia hija y Gustavo, el primo, el asistente principal del entrenador. De manera que si Vanesa subía al ring, los dos hombres que sostenían su rincón fueron su padre y su primo. En ellos confiaba cada vez que sonaba la campana y tenía un minuto para escuchar los consejos, antes de que volviera a sonar para un nuevo round.
Ningún boxeador se olvida de su primera pelea. Ya pasaron cuatro años de aquella noche en Tafí Viejo, pero ella recuerda cada detalle de su debut frente a Karen Moreno. Fue un combate pactado a tres rounds de dos por uno; es decir dos minutos de pelea y uno de descanso entre cada vuelta. Así lo cuenta Vanesa Pérez...
Estaba nerviosa. Muy nerviosa. Era mi primera pelea. Con Karen Moreno. Ella tenía experiencia. Había peleado en el Vale todo. Tenía dos peleas y yo estaba en mi debut. Ella salió a matar y yo era más técnica. Yo en el gimnasio trabajaba con los varones, en los golpes, pero ella era un bombardero; entonces yo empecé a hacer lo mismo y como que no pensaba en la técnica. Me cansé mucho en esa pelea. Yo no tenía rival y quería pelear con cualquiera. Tenía una rival que al final no se presentó al pesaje. Entonces me dicen está Karen Moreno. Me acuerdo que entró el promotor a decir que no, que con Karen, no. Busquemos a otra que esté al nivel de ella (principiante). No, le digo yo. Con cualquiera. Yo me animo. Yo quería. Mi papá me dice bueno… si vos querés, hacemos la pelea y se hizo. Confirmamos la pelea el mismo día que yo saqué el carnet para pelear. Somos amigas con Karen. Estábamos en el mismo lugar. Nos cambiábamos juntas. Pero yo estaba nerviosa. Ella no. Yo era nervios. Yo le hablaba a mi papá. Papá estoy muy nerviosa, le decía. No tranquila, me decía él. Una vez que se ponga los guantes y que suba… se le pasa todo. Y así ha sido. Estábamos en el mismo baño. Ella me decía qué buenas que están tus botitas, y tu pollera. Nos sacábamos fotos, porque ya nos conocíamos. Pero fue una pelea linda. Nos dimos con todo. Nos saludamos y la pelea terminó con una sonrisa de las dos y abrazándonos. Las dos nos sentíamos ganadoras. El primer round, ella salió a darme con todo. Cuando yo salía del vestuario al ring caminaba despacio y no sabía si llorar o qué… la veía a mi mamá en el trayecto. Mi hermano me decía ¡fuerza, fuerza, vamos!... Mi otro hermano César estaba en la otra punta, lejos del ring. Era un pasillo corto, pero me parecía largo. Estaba el padre de mi hijo que lo tenía a mi bebé en brazos. Dale con todo, me decía él. Dale con todo. Mi hermana también estaba ahí y yo sentía ganas de… cómo se dice… de explotar. Yo ya quería subir. Iba segura de que yo ganaba. Mi papá y mi primo Gustavo me acompañaban. Subí al ring. Saludo a la gente y lo veo a mi hermano, el más grande, que estaba en la punta, fumando. Se veía que estaba re nervioso él. Mi prima Tania, que siempre me apoyó en todas las peleas, estaba ahí. Mis tíos también estaban ahí en el público. De ahí anuncian la pelea. Dicen Vanesa Pérez, 52 kilos… Yo no pensaba en nada. Yo lo único que hacía era escucharlo a mi papá. Me decía usted salga con las manos bien arriba, sacando ese uno, dos, y meta la izquierda en punta al pecho. Siempre que estamos trabajando en boxeo, mi papá me dice usted. Usted salga segura. Y en la parte de entrenamiento también me trata de usted, pero en otros momentos no. Eso es solo cuando estamos trabajando cada uno en su rol. Mi papá siempre me dice usted no le tiene que tener miedo a nadie. Usted es usted y se tiene que hacer valer. Usted respete a su rival, pero su rival también tiene que saber quién es usted. Siempre con las palabras justas. Ellos se bajan y yo me quedo sola en el rincón. Ahí la respiración es una cosa fuerte. Respirás y respirás y salís. Pero hasta que no pegás o recibís… no estás en pelea. Chocamos los guantes, nos saludamos y ella se va al rincón. Pero ella estaba más canchera. Se soltaba, se movía; yo estaba dura, quieta. No me hallaba todavía en el ring. Mucho nervio. Entonces cuando ella me entró con las manos me doy con que no era tan fuerte como en los entrenamientos que yo tenía. Me sorprende. Sale a tirar manos. Era un bombardeo. Piñas, piñas, piñas, sin técnica, sin nada y yo lo que hice… la llevé contra las cuerdas, y ahí la trabajaba… en un momento escuchaba que mi papá me decía ¡salga de ahí!, ¡salga de ahí!... Porque ella se venía encima y me trababa. Cuando ella trababa, se tiraba encima y yo sentía todo el peso de ella y más me cansaba. Mi papá me decía ¡salga de ahí! ¡salga de ahí!... Yo la quería empujar y hacía tanta fuerza que me cansaba. Lo que me enseñó mi papá era que yo directamente, también, tenía que trabar. Ella me agarra, yo también la agarro, y quedamos ahí hasta que el árbitro separa. Yo escucho la voz de mi papá, porque yo peleo trabajando con mi papá. No importa el ruido de la gente, nada. Yo lo escucho y a la vez estoy peleando y siento la voz de él. Cuando estoy de frente al rincón veo su mirada y también veo que me hace señas. Veo que mueve las manos como diciendo caminá para aquí, para aquí. Yo estoy peleando y camino un poco, lo miro para ver qué señales me hace. Y me muevo para escuchar mejor, porque cuando estoy contragolpeando él me grita… ¡por dentro!… y largo la mano. Un, dos, un, dos, me dice… ¡está descubierta abajo!… esa pelea era tan dura que, en un momento, me gritaba ¡hacela cagar!, ¡hacela cagar!, ¡vamos Vanesa!... Estaba nervioso, claro. Era la primera vez. Y toda la gente gritaba, porque era una pelea durísima. Parecía que no terminaba más. Yo termino el primer round cansada, con ganas de ganarle. Yo le quería ganar. Le decía a mi papá que me dolían las piernas. Me dan agua y me masajean las piernas. Me dice no se vaya de contragolpe. Ella tira reboleada, me decía. Usted tiene que sorprenderla con la izquierda. Yo soy zurda; entonces yo peleo con la derecha. El segundo round fue más parejo porque ella también salió cansada. Ahí me doy cuenta que ella no tenía una gran mano, que no pegaba fuerte. Me pegaba, pero no me movía. Y ella cansada y yo cansada. Nos pegábamos, nos trabábamos y pun el árbitro separaba. La veía que venía sin fuerzas y yo esperaba darle una mano justa. Pero el problema era que yo en esa pelea estaba muy parada. No estaba agachada. Hay que pelear medio inclinado hacia adelante. Es para protegerse mejor. Pero yo estaba parada. No tenía la postura de boxeadora. Cuando yo me agacho no entra tanto la mano. Yo parada me hacía para atrás y ella era más alta que yo, más flaca, con los brazos largos. Ella hacía un paso y me dejaba lejos, me tomaba distancia con el brazo. El segundo round estábamos cansadas las dos. Fue parejo. Pero el tercer round fue a todo o nada. Dos manos zurdas salieron y yo veía que ya la tiraba, pero no me daba el cuerpo para sacar la otra. Llegaba con potencia, pero demoraba en sacar la otra mano y ya se venía encima, se tiraba encima y trababa de nuevo. Mi papá me decía ¡saque esa izquierda en punta!. Yo pensaba ya cae, para mí caía y se venía manoteando, tiraba como sea y yo estaba cansada. Suena la campana. Y nos saludamos. Estábamos abrazadas y saludamos a la gente así abrazadas. Yo sentía que podría haber dado más y me enojé sola por haberme cansado. De ahí el fallo y le dan ganadora a ella. A mí me dolía por mi Papá. Yo peleo por él. Yo siento que lo represento a él. Yo sé que él ha sido un gran boxeador como todos me han dicho: él era guerrero, iba al frente. Y es como que yo decía… dónde está mi papá, cómo está mi papá. El árbitro agarra la mano de ella y la mía y dan el fallo. Le levantan la mano a ella. Yo estaba desilusionada. Lo que hice, como me enseñó mi papá… el respeto a las boxeadoras, se pierde, se gana, lo que hice fue aplaudirla a ella como la aplaudía la gente, la saludé, fui a saludar al técnico de ella, el padre de Darío Ruiz, que también me felicitó, y ahí ya fue el encuentro con mi papá. Me abrazó fuerte, fuerte, muy fuerte y él me decía ha estado bien… ha estado bien usted. Y bueno… cuando yo bajé, mi primo me abrazaba y me decía esta es la primera, bien, bien, esta es la primera... Y yo iba bajando del ring y la gente se paraba y me aplaudía. Estaban mis hermanos, todos. Y mi papá iba conmigo al vestuario.
A Luis Pérez le decían “Kincha”. Así lo anunciaban en las noches de boxeo en Villa Luján. Era muy flaco como la caña que se usa para hacer la quincha, un entramado cubierto con barro. Fue campeón argentino, y varias veces lo llamaron para subir al ring del mítico Luna Park de Buenos Aires. En 1972, "Kincha" Pérez viajó a Bolivia para pelear en Tarija, donde tuvo una de las mayores sorpresas que le dejó el boxeo. Estaba alojado en un hotel conversando con el entrenador y el ayudante, cuando llegaron dos hombres bien vestidos y con anteojos. Le traían una invitación para una pelea de exhibición con Ringo Bonavena, la máxima estrella del boxeo argentino, que dos años antes, en 1970, había enfrentado a Muhammad Alí. Bonavena aprovechaba la fama del momento para salir de gira y ganar dinero. En uno de esos viajes llegó a Bolivia. La organización había preparado el escenario, pero nadie quería recibir un golpe de Bonavena, ni siquiera en una exhibición. El tucumano Kincha Pérez aceptó la propuesta y se ganó unos cuantos dólares, más las fotos y el recuerdo de haber enfrentado al ídolo internacional. A pesar de todo lo bueno que le dejó el boxeo, Kincha sabía muy bien de los sacrificios del deporte. Por eso, se oponía a la idea de su hija. Siempre recordaba aquella vez que le tocó pelear un 28 de diciembre. Esa era la fecha programada y no había más opción. Decía que en la noche de Navidad comió dos o tres empanadas, brindó con jugo y vitaminas. Después saludó a todos los que estaban en la mesa y se fue a dormir. A las siete de la mañana del 25 diciembre ya estaba en pie y listo para salir a correr. Con las luces del amanecer iba camino al parque Guillermina, cuando se cruzó con un grupo de amigos. Ellos volvían de bailar; él estaba empezando a calentar el cuerpo, con las piernas y los brazos extendidos, en la entrada al parque. Esos eran algunos de los tantos sacrificios que Kincha sabía que había que hacer para practicar boxeo. Dejar de lado las diversiones de la juventud, el tiempo con los amigos, las reuniones familiares. Pero su hija ya había tenido el debut amateur y, para colmo, quería la revancha. Kincha sufría desde el rincón. Lo sufría como padre y lo sufría como entrenador.
Si yo me pongo nervioso con un pupilo y doy todo por él, discuto, y me duele cuando le hacen algo; imaginate cómo me pongo cuando pelea mi hija. Te digo una cosa: se sufre menos dentro del ring que desde afuera. Cuando yo boxeaba, me pegaban, pero no lo sentía a los golpes, en cambio de afuera, se sienten más los golpes.
Lo único que hacía pensar en positivo a Kincha era que a su hija le veía condiciones técnicas para el boxeo. Pega fuerte, y es zurda respondía cuando le preguntaban qué tal andaba Vanesa. Sí, pega fuerte, pero dependerá de ella, repetía cauteloso. Tres semanas después de aquella pelea en Tafí Viejo, Vanesa Pérez consiguió la revancha con Karen Moreno, en el sur tucumano…
La noticia del segundo embarazo le cayó por sorpresa a fines de 2013, y fue como un golpe al mentón. Estaba muy bien físicamente y aumentaba el número de peleas; algo fundamental en la etapa amateur para sumar minutos de boxeo. Su padre y entrenador sabía perfectamente que no era lo mismo pegarle a la bolsa de arena en el gimnasio, o hacer guantes con varones, que subir al ring, caminar sobre la lona, mantener el equilibrio y tener a una rival enfrente. Vanesa había hecho su última pelea en octubre de 2013 y dos semanas después, el médico le dio la novedad del embarazo.
Ahí perdió por nocaut, interrumpió la madre, en tono de broma.
Vanesa se reía por la ocurrencia de doña Idelma. Al recordar aquel tiempo, admitía que estaba dolida por la obligación de dejar el gimnasio. Creció la panza y nueve meses después nació Aimara, la bebé que ahora duerme y nadie pretende despertar con sobresaltos, ni ruidos.
Mientras dedicaba sus días a darle la teta a la nena, ella sentía nostalgia por el gimnasio. Para colmo, tres meses antes del embarazo, había tenido una chance de hacer guantes con Marcela “La Tigresa” Acuña. Era la estrella del pugilismo femenino y había llegado a Tucumán para pelear en Villa Luján el 15 de julio de 2013 por la eliminatoria del título mundial pluma de la Organización Mundial de Boxeo (OMB). Dos días antes de la pelea, sonó el teléfono de Vanesa. La invitaban a una sesión de entrenamiento con la Tigresa. Como se dice en la jerga del boxeo, tenía que hacer guantes con la campeona. La habían elegido por su altura, similar a la altura de Melissa Hernández, la rival puertorriqueña de la "Tigresa" Acuña.
Aquella sesión de guantes le sirvió para mostrarse ante la formoseña que era la peleadora estrella del momento. A la hora señalada, las presentaron a ambas y, desde el arranque, se notaba que había buena onda entre las mujeres. Después de la pelea oficial, la Tigresa invitó a la tucumana a viajar a Buenos Aires para entrenar juntas en un mismo gimnasio. Era una posibilidad cierta de que las luces de la gran ciudad se posaran sobre Vanesa Pérez. El mismo camino había empezado, en su momento, la propia Tigresa cuando dejó su Formosa natal en busca del sueño deportivo y se instaló en Buenos Aires.
Ahora, dos años después de aquel encuentro con la Tigresa, Vanesa Pérez, madre de dos hijos, volvió a entrenar. Se siente con más experiencia. Sabe que está físicamente en forma, pero reconoce que le falta sumar minutos de boxeo. En el labio superior tiene una cicatriz en forma de flecha que sube hacia la nariz. Pero no es una herida que le dejó el deporte. A los 17 años, Vanesa iba en motocicleta. Ella no conducía. Iba sentada detrás, cuando se produjo el choque contra un auto. Salió despedida del asiento y terminó de narices contra el asfalto. Esa línea diminuta le quedó para siempre por encima de la boca.
Quiere recuperar el tiempo perdido. Por la mañana sale a correr por la avenida Perón o el parque Guillermina, como lo hacía Kincha cuando era joven. En el gimnasio, ella entrena con los varones. Si tiene que hacer guantes; también con varones. Es una estrategia de su entrenador.
Siempre me han tratado como un varón más. Si me tenían que tirar al hígado siempre ha sido igual para todos. No es que por ser mujer, se frenan. Y yo me sentía cómoda así. No había que quejarse si me dolía o no; si estaba indispuesta o no. Nada de lamentos. Era un varón más. Mi papá dice que es mejor entrenar con varones, porque tienen más experiencia. Mejor, además, porque hacer guantes entre mujeres es para problemas; siempre se terminan peleando.
Salir a la calle con moretones en los brazos no es bueno para una mujer. Quienes la conocen no se extrañan al verle las manchas en el antebrazo, o en los hombros, pero otros la observan con el ceño fruncido como si fuese una víctima de violencia de género. Una de las peleas que más moretones le dejó ocurrió en junio de 2013. Aquella vez, Vanesa enfrentó a la salteña Estefanía “Kuba” Pereira en un combate a tres round de dos por uno. En el club Floresta había más de 3.000 personas y se transmitía en vivo por la televisión local. Una mano potente de la salteña impactó en el pómulo derecho de Vanesa. A pesar del cabezal (protector), sintió el golpe. En el descanso le pusieron hielo y gel desinflamante. El jurado falló un empate, pero lo peor llegó varias horas después de la pelea. El ojo de Vanesa quedó hinchado. El moretón de película le duró dos semanas.
Hay dolores que se ocultan. Dolores típicos del boxeo. No solo de las peleas, sino también de los entrenamientos. Hay días en que al terminar de pegarle a la bolsa o después de una sesión de guantes, duelen hasta los nudillos de las manos. Además de aguantar esas molestias del cuerpo, Vanesa tiene que salir del gimnasio y atender a sus hijos. No quedan fuerzas ni para alzarlos en brazos, pero tiene que hacerlo. Como ella suele decir: el trabajo de madre no tiene horarios y no se termina nunca.
Ahora, la única ventaja de Vanesa es que puede entrenar en su propia casa. "Kincha" Pérez, su padre, logró cumplir el anhelo de armar un gimnasio propio en el fondo de la vivienda. Es un cuadrado rústico con pilares de hierro y techos de zinc con suficiente espacio como para guardar cinco autos. Ahí están colgadas las tres bolsas de arena (liviana, media y pesada). También hay un espacio para el entrenamiento básico de la pera, cielo y tierra, como le llaman en la jerga. Es una bola atada a una base y al techo, ideal para practicar jab, recto, esquive y recto. En un costado están los baños y un depósito para guardar colchonetas, guantes, vendas, manoplas y cabezales. Además de entrenar para recuperar su carrera, Vanesa también enseña boxeo a las chicas que se dividen en dos turnos (mañana y tarde) de una hora y media cada uno.
En el boxeo heredó el apodo de su padre. "Kinchita" está escrito en letras negras en su bata con los colores de San Martín. A ella también le gusta el fútbol y, cuando puede, suele llevar a sus hijos a la cancha. Es tan fanática que, en su muro de Facebook, subió fotos con sus hijos en brazos en las tribunas del equipo de Ciudadela. Su camiseta de boxeo lleva los mismos colores rojo y blanco del equipo "Santo".
Mi sueño es vivir del boxeo. Como hace mi papá. Todo lo que él tiene se lo dio el boxeo. Yo quiero lograr algo. Cuando yo peleaba no había títulos para las mujeres. Ahora sí pelean por un título. Ahí he visto que van a pelear Karen Moreno y Natalia Alderete. Van a pelear por un título. Ellas son de mi categoría, 52 kilos; categoría mosca. Yo quiero pelear con la ganadora. Quiero ese título. Pero todavía me falta. Tengo que seguir entrenando. Creo que en dos o tres meses podría estar lista; depende de cómo vayan las cosas. Pero quiero hacerlo.
Espera a las chicas del turno tarde en el gimnasio. Vanesa viste una remera blanca, una calza deportiva negra y zapatillas blancas con un toque naranja flúo. Se acomoda el cabello largo, negro, teñido de rubio en las puntas, y lo sujeta con una traba como cola de caballo. Son las tres de la tarde. Está nublado y el viento frío del otoño entra desafiante en el cuadrado de entrenamiento. Samir, su hijo, se acuesta sobre una colchoneta en el piso. Mamá! Mamá!... ¿qué estás por hacer?, pregunta el niño. Ella no le responde. Sabe que su hijo sólo quiere llamar la atención. Se pone los guantes para la grabación del video y empieza a pegarle a la bolsa roja como si fuese la rival de toda su vida. Después se detiene. Abraza la bolsa para frenarla. Está en silencio. Tiene la mirada perdida como en otra parte.
¿Es difícil ser boxeadora y ser madre a la vez?
Si es muy difícil. Sacrificado. La parte más complicada es cuando en un entrenamiento te lesionás y tenés que seguir con ellos, bañarlos, cambiarlos y estás dolida, pero tenés que seguir... A veces me arrepiento un poco, porque pienso que tendría que haber empezado antes. Dicen que la flor de la edad para el boxeo es a los 16 años. Cuando estoy sola, yo me pregunto qué hubiera pasado si empezaba a esa edad…
Samir se levanta del piso, deja de jugar en la colchoneta y se abraza a la pierna de su madre. Con una mano se sujeta a ella y, con la otra, se lleva un dedo a la boca. Aimara, la beba de nueve meses, duerme la siesta. Ojalá que nadie la despierte, al menos, hasta que su madre termine la clase en el gimnasio.