En un principio fue Aldonza Lorenzo. Ella era la verdadera religión y el credo irrevocable de Don Quijote. Miguel de Cervantes la concibió antes que al desmesurado lector maníaco al que llamó Alonso Quijano. Por eso, así como la “Divina Comedia” tiene su razón de ser en Beatriz (la musa de Dante Alighieri), el Quijote se debe a la lejana, fantástica y rústica campesina Aldonza. Eso sí, trasformada en Dulcinea, la bella emperatriz de La Mancha y señora de sus sueños.

Dulcinea, que en el cine tendrá para siempre el rostro de la gran Sophia Loren, es -entonces- el centro del universo del Quijote tanto como Beatriz lo es de la Comedia. Ambas son las musas por excelencia del amor cortés; las inalcanzables, pero imprescindibles doncellas que motivaron el viaje de los caballeros.

Ambos vieron a sus doncellas adolescentes, en la edad de “las muchachas en flor”: Dante conoció a Beatriz en Florencia cuando tenía nueve años y Alonso Quijano -o mejor dicho, Cervantes- vio a Dulcinea -o Aldonza- en algún lugar de La Mancha del que prefería no acordarse. Y ambos, también, se negaron a dar una descripción física de sus musas. Dante, por ejemplo, describe de esta manera su primer encuentro con Beatriz: “Apareció vestida de novilísimo color rojo suave y honesto, ceñida y adornada de la guisa que a su edad juvenil convenía”.

El caballero de la triste figura, en tanto, no fue capaz de esbozarla cuando se lo pidió el duque: “Más estoy para llorarla que para describirla”.

El misterio

Pero es en el Quijote, donde la figura femenina adquiere un misterio imposible de descifrar. ¿Cómo era Dulcinea? ¿Qué rostro tenía? En la novela nunca aparece “en carne viva”. O, tal vez, aparece demasiado, porque Dulcinea está al fin y al cabo en todos los rostros de mujer que encuentra el caballero. Se mezcla con todas ellas. Hasta el punto de generar reacciones insólitas.

Por ejemplo: en su primera salida, el hidalgo caballero junto a su escudero Sancho Panza se encuentra con unos mercaderes. Con cierta rudeza, Don Quijote les exige proclamar a Dulcinea como emperatriz de La Mancha y como la dama más hermosa sobre la Tierra. Y, lógicamente, los mercaderes se rehúsan porque nunca la han visto y no pueden dar fe de que sea la mujer más bella del mundo. Como respuesta el hombre de la triste figura les dice: “La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia”.

De esta irrealidad sobre Dulcinea, de la propia irrealidad del amor y de la fuerza arrolladora de la pasión, se nutre la aventura de don Quijote camino de las playas de Barcelona. Allí, entre huestes también imaginarias, será derrotado por el Caballero de los Espejos, y volverá definitivamente a su casa para morir cuerdo -ya sin Dulcinea- después de haber vivido loco. Por eso, el Quijote es también -entre otras muchas cosas- una maravillosa y trágica historia de amor.