No nos dejemos engañar. Nosotros también somos un poco culpables de que el mercado haya avanzado sobre cada espacio de nuestras vidas. No sé en qué momento comenzamos a necesitar plata para disfrutar de esas pequeñas cosas que hasta ayer eran gratis.

Un claro ejemplo es el deportista al que convencieron de que no puede salir a correr si no usa zapatillas de dos mil pesos ni ropa con sistema dry-fit. También está el amante de las mascotas que gasta fortunas en vestir, alimentar y hasta teñir a su perro. Ni hablar de los chicos en la escuela que no pueden empezar las clases si no llevan la última mochila -que cuesta medio sueldo- y la cartuchera llena de lápices que escriben solos. Y para qué mencionar a los fanáticos de la tecnología que pagan cuotas mensuales en dólares para escuchar música en el celular o mirar películas en el smart TV.

Si bien reconozco que me incluyo en algunas de estas categorías, también me pregunto hasta dónde vamos a permitir que la ley de oferta y demanda nos domine. ¿Acaso nuestros padres no hacían ejercicio con las mismas zapatillas que usaban para andar todos los días? ¿Los perros no comían un simple puchero con polenta y lo mismo estaban gorditos y saludables? ¿Los chicos no repetían la mochila dos años seguidos? ¿No alquilábamos películas en el video club y grabábamos la canciones que nos gustaban de la radio?

Desde esta columna me opongo firmemente a que hagamos de todo una industria y estoy convencida de que podemos disfrutar de las cosas simples sin gastar una fortuna.