Apenas 15 días después del anuncio del restablecimiento de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, la industria del espectáculo de Broadway desembarcó en La Habana con el estreno del musical Rent. La obra, con elenco cubano, se mantendrá en cartelera hasta marzo y marca el regreso de Broadway a la isla después de 50 años.

Este regreso ilumina un escenario más amplio: el mercado cultural potencial que se abre para Cuba. El hecho no es aislado, las galerías de Miami se han convertido en vidrieras de los principales artistas visuales cubanos, y varios músicos han podido sortear el bloqueo.

Sin embargo, así como Broadway es una de las intersecciones de la pequeña Wall Street, núcleo simbólico del capitalismo; sus espectáculos en La Habana configuran otro símbolo de intersección entre dos paradigmas culturales: el del arte del consumo y el arte del compromiso; posturas ideológicas que en sus extremos muestran la peor arista de cada sistema: la obscenidad y el dogmatismo.

La industria cultural jugó un papel estratégico durante la guerra fría, hasta el punto que no sería exagerado afirmar que la derrota del campo socialista fue en gran parte una derrota estética. Desde esta perspectiva, el bloqueo ha causado estragos en el plano económico, pero le permitió a Cuba permanecer atrincherada culturalmente.

Por su parte, el triunfo de la Revolución cubana llegó al mismo corazón de la cultura estadounidense, encontrando eco en voces que cuestionaban el american way of life. En el ensayo El puño invisible, Carlos Granés revisa este pasaje entre arte y revolución a través de la carta abierta de Norman Mailer a Fidel y JFK; la conversión política de LeRoy Jones; y las reflexiones de Susan Sontag y Charles Wrigth Mills, intelectuales norteamericanos que quedaron marcados por su visita a la isla.

Pero hacia adentro, la relación entre arte y Revolución había quedado definida en el antagonismo planteado por Fidel Castro en sus palabras a los intelectuales en 1961: “Con la Revolución todo, contra la Revolución nada”. En esta dialéctica constituye un hito el resonado caso Padilla, que significó un cisma en el romance entre la izquierda intelectual mundial y la Revolución.

Durante los años siguientes, las autoridades basaron sus políticas culturales en tres ejes: fortalecimiento de la identidad de lo cubano; control de la producción estética; y legitimación de un pensamiento apriorístico que justifique el destino sacrificial de la isla.

El giro de Raúl
La resistencia al bloqueo es catalogada en Cuba, no sin razón, como una epopeya. Pero a partir de la asunción de Raúl Castro, el discurso oficial ha restituido al ciudadano un contexto internacional de realidad, más allá de los mitos, para construir una nueva situación de sujeto participante, tanto en la economía como en la discusión sobre qué país se quiere y, sobre todo, qué país es posible para los cubanos.

El giro es evidente si se comparan las palabras de Fidel en 1961 con las de Raúl en 2014, en el VIII Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac): “Está muy bien que hayan planteado lo que opinen, aunque yo no he estado de acuerdo con algunos criterios, pero respeto a los que discrepen. Soy un enemigo absoluto de la unanimidad”.

Medio siglo pasó desde la intimación a la unanimidad a la recantación de la misma, entre un Castro y otro. La nueva relación con Estados Unidos es materialización evidente de un estado de la política, que sin dudas pondrá a prueba la madurez de los artistas e intelectuales cubanos, colocados hasta ahora en la cuerda floja del “a favor” “o en contra”.

Como en todo cambio político, surgirán nuevas formas de producción de sentido. Educación y Cultura, dos pilares del sistema cubano, deberán pasar otra prueba, ahora ante el mercado. Mientras, la sentencia de Martí vale tanto en Broadway como en calle 23: “Ganado tengo el pan: hágase el verso”.

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Idangel Betancourt - Escritor cubano residente en Salta.