Esto ocurrió la semana pasada en una escuela de Las Talitas, una de las tantas donde los chicos de cuarto y quinto grado exhiben serios problemas para escribir sus nombres si no lo hacen muy despacio y en letra de molde. El taller consistía en recortar figuras de una revista, pegarlas en una hoja y escribir una historia. En eso, un chico (¿11 años? ¿12?) llama a la docente. Había elegido una frutilla gigante y antes de poner manos a la obra preguntó con la más absoluta de las franquezas: ¿a qué tiene gusto?

Hay una bellísima canción del grupo Toto cuya letra dice “podríamos nadar en el río de lágrimas vertidas por los necesitados”. En Tucumán es tanto el hambre y el abandono de los chicos que el río devino océano. Y en los océanos, por lo general, el mejor nadador termina ahogándose.

La frutilla es una delicia exótica que apenas se descubre en una revista prestada en el Tucumán de todos los días. El profundo y real, el de los muchos que tienen poco o, directamente, no tienen nada. Ese Tucumán no es una metáfora ni una estadística, tan inhumana como los números.

Primo Levi se negaba a sostener que los nazis habían ejecutado seis millones de judíos. “Los nazis mataron un judío, y después volvieron a matarlo seis millones de veces más”, subrayaba el escritor. Acostumbrarse a recitar que infinidad de tucumanos viven en la miseria (¿miles? ¿decenas de miles? ¿cientos de miles?) es un ejercicio de despersonalización injusto y peligroso. Las cifras son abstracciones que tienden a la banalización y carecen de sentimientos. Y si nos quedamos sin sentimientos, ¿qué somos?

Somos -o nos convertimos en- entes incapaces de, al menos, empatizar con un chico que jamás probó una frutilla. Esas que sobran en Tucumán. Total, pobres siempre hubo. La indiferencia es una enfermedad que corrompe el corazón.