Por Alina Diaconú - Para LA GACETA - Buenos Aires

La última vez que te vi, fue en el velatorio de María Elena Walsh.

- ¿Cómo estás, nena? me preguntaste con tu voz inconfundible, pero triste, muy triste.

Todos estábamos tristes esa tarde. Se nos había ido -ni más ni menos- que la querida María Elena.

Ahora sos vos la que decidiste seguir sus pasos. Y te recuerdo siempre sonriente, con tu melena blanca, tu gracia arrolladora y con esas enormes ganas de vivir. Amable y afable, encantadora y dicharachera, culta y refinada, exquisita pero, a la vez, tremendamente próxima a lo popular. Conocías a todo el mundo y eras una mujer con mundo. ¿Quién se puede olvidar de tus anécdotas, tan desopilantes que -algunas- hasta parecían creaciones de tu desbordante ingenio?

Te interesaban muy sobremanera la literatura, los escritores y sus vidas, y recitabas tan bien tantos poemas fundamentales, desde autores franceses hasta Emily Dickinson, Juan Ramón Jiménez o Mario Benedetti… Compartimos momentos alegres y melancólicos, más alegres que melancólicos, por suerte. Celebraciones en mi casa junto a Alberto Girri, a Graciela Borges, a Patricio Lóizaga, a Josefina Robirosa; alguna visita mía en tu cálido departamento, sendas y amenas charlas en presentaciones de libros, actos, exposiciones y un memorable almuerzo en “Clásica y Moderna”, con la intempestiva irrupción de un señor simpático y rumanófilo que se acercó a nuestra mesa, ansioso por hablarte y preguntarte no sé qué.

Recuerdo que en la calle era imposible caminar a tu lado. Todo el mundo te paraba para saludarte. Y vos tenías una palabra y una sonrisa para cada uno. Y siempre una historia a flor de labios a propósito de cualquier tema.

Eras tan cálida, tan intensa, tan fina, China.

De todos los recuerdos que guardo en mi cofre mental, hay uno que surge ahora porque me produjo toda una conmoción y, a la vez, un gran desconcierto.

Tenías un programa de televisión en aquel entonces y me invitaste a participar un día, como invitada.

Estaba yo en la sala de maquillaje y vos apareciste, para que te retocaran el pancake.

Te miraste en el espejo, te arreglaste el pelo y de repente de tu garganta brotó una suerte de gemido, como un sollozo contenido. Era una especie de dolor agudo que parecía partirte el alma. Unas lágrimas brotaron de tus ojos… Te las secaste con extrema rapidez y, en un instante, volviste a ser vos, la de siempre, sonriéndole al espejo, a la maquilladora y a mí, como si nada hubiese ocurrido, y comentando cualquier otra cosa.

Yo me había quedado petrificada. Ese gemido hablaba de una angustia tan grande, pero todo fue tan breve, tu desesperación tan honda y tan controlada, que no supe qué decir. Y claro, no te pregunté nada, porque eso era lo que vos, evidentemente, querías: que te dejaran tranquila.

Te retocaron el maquillaje, volviste a tu bonhomía congénita y todo siguió normalmente su desarrollo: el programa, tu eficaz conducción, los invitados...

No voy a hablar de tus actuaciones en el teatro, en el cine, antológicas muchas, galardonadas, las que todos recuerdan. Tus colegas lo estuvieron haciendo con más autoridad en todos los medios de difusión.

Tampoco me voy a referir a tu querido Montevideo donde fuiste a descansar en los últimos años, antes de tu partida.

Eras uruguaya y eras argentina y eras europea y eras americana. Eras China, “la China” como te llamaban algunos, China la grande, la cosmopolita, pero una China que está y estará siempre entre nosotros. Una China que queda aquí, en el Río de la Plata… y en todas partes.

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Alina Diaconú - Escritora. Colaboradora de LA GACETA, La Nación y Perfil, entre otros medios.