Es una palabra singular. Su ejercicio puede provocar la más gloriosa hermandad y su ausencia, el más tórrido desprecio. Es hermana de la consideración y enemiga del maltrato. Pero, sobre todo, es el soporte de toda sociedad civilizada. Sin embargo, cada vez es menos usada en la vida política y social. Sí, porque la palabra respeto está ausente en casi todas las actividades. ¿Una exageración? Tal vez. Pero las exageraciones a veces sirven para ilustrar las miserias. Por ejemplo: los funcionarios y políticos suelen pedir más respeto para sí mismos, pero rara vez aplican esta palabra en relación a los ciudadanos. Se comportan como si la democracia fuera un concepto asimétrico y el poder, un escudo mágico que los exime de las obligaciones que si tienen que cumplir el resto de los mortales. Se ha perdido la noción de respeto. No hubo respeto por la historia durante los actos en homenaje a los héroes de nuestra independencia, encabezados por un vicepresidente procesado por la Justicia. Tampoco hubo respeto durante los festejos por el pase a la final de la selección argentina, en los que abundaron los desmanes y los destrozos en distintos negocios cercanos a la plaza Independencia. Y, por supuesto, tampoco hubo ni una pizca de respeto el domingo, cuando el Obelisco de Buenos Aires fue invadido por hinchas enardecidos que, con la bandera de Argentina en sus manos, destrozaron a su antojo veredas, vidrieras, autos y negocios. Todo para festejar el segundo puesto en el Mundial. No hubo respeto ni siquiera para festejar. Ni hablar de los trabajadores, a quienes se golpea cada mes con el inadmisible y perjudicial impuesto a las ganancias. O los jubilados, que ya ni siquiera tienen fuerzas para pedir la dignidad que sistemáticamente se les niega. La ausencia de respeto, su incomprensible olvido y -tal vez- su insistente reemplazo por absurdos eufemismos como “inclusión”, es tal vez uno de los males más arraigados de nuestra aturdida sociedad.

En “Historia del guerrero y de la cautiva”, Jorge Luis Borges describe el derrotero de un soldado bárbaro del siglo VII que llega a Ravena con el objetivo de destruirla. Sin embargo, cuando descubre la belleza de la ciudad queda deslumbrado ante esa maquinaria compleja hecha de estatuas, templos y jardines -en cuyo diseño adivina una inteligencia superior-, y decide respetar todo ese esplendor cambiando de bando para morir en su defensa. Qué bueno sería pensar que el bárbaro no se equivocó en su decisión y que aún hay inteligencia para alejar a nuestra provincia de la barbarie más desoladora. Una barbarie que sigue mostrando su peor cara y que sólo ratifica lo que ya se sabe: nuestro civismo está en crisis. Una crisis que no es nueva, por cierto. De hecho, hace tiempo que Tucumán dejó de ser esa provincia benévola, en la que los peatones convivían en armonía con los automovilistas, los ciclistas desandaban las calles con total tranquilidad y los ómnibus, taxis y motos circulaban con más respeto que insultos. Hoy, en las calles se vive un estado tal de crispación y violencia que cualquier místico diría sin lugar a dudas que ha llegado el fin de la historia. Es una crisis fangosa, caracterizada sobre todo por esa falta de respeto de la que a veces -incomprensiblemente- hacemos gala. Una crisis que se cuela impunemente en los hogares y en las escuelas. Una crisis tan espesa que asfixia, tan impune que aturde y tan desproporcionada que ya no causa ningún asombro.

Sin embargo, como en el cuento borgeano, lo divino se adivina en nuestras calles. Y, por eso mismo, vale la pena hacer un esfuerzo para recuperar la verdadera dimensión de la palabra respeto y ejercerla a conciencia como quería el gran escritor suizo Henry F. Amiel: “el respeto por los otros es la primera condición para saber vivir”.

Esa tal vez sea la mejor manera de salvarnos de la barbarie.