Está de moda ahora -excúsenme esta introducción de señora grande- decir mucho la palabra “soltar”. Es como si el mundo la hubiera descubierto hace unos meses, tras milenios de haberla ignorado; un verbo valoradísimo de repente, un verbo “nuevo rico”, invitado a cada conversación, ‘soltado’ en cada consejo. ¿Está usted triste? Debería soltar. ¿Tiene muchas deudas? Lo mejor sería que suelte. ¿Descubrió a su mujer con otro? Pruebe soltando. Aparentemente, es suficiente con nombrar la acción -muchos se la han tatuado, incluso- para sentir que así se resuelve todo lo que hay de malo en el mundo.

¿Pero soltar qué? ¿Soltar cómo? Sí, por supuesto, se entiende el mensaje subyacente: no aferrarse al imposible, no anudarse a lo que hace mal. Pero, insertos en este auge del desabroche, propongo otra cosa. Propongo el antónimo. Agarre. Agarre sus problemas, mírelos a la cara: uno se entiende solamente con lo que ve de frente. Agarre sus problemas, póngales un nombre. Este se llama desamor, este frustración, este hartazgo. Agarrelos fuerte, con las dos manos, como se agarra la cara de a quien hace mucho se quiere besar. Hábleles en voz alta, marque las consonantes, escúpalos un poquito. Y si se siente bravo, no sólo agarre: también exprima. Intente que la preocupación se le licue entre los dedos.

No hay posibilidad de desintegrar lo que se suelta. Lo que se ha dejado ir sigue gravitando ahí, como toda cosa suelta que no encuentra su lugar. No hay razones para suponer que nunca más vamos a tropezarnos con lo mismo, como tampoco para asumir que al Caos le baste ser soltado para que decida ordenarse.