Corría el año 1856, cuando el coronel Anselmo Rojo sucedió al presbítero José María del Campo en el gobierno de Tucumán. Eran tiempos difíciles donde se construía laboriosamente la organización nacional. Recién la Confederación Argentina estaba “estrenando” las instituciones de la Constitución de 1853. El Ejército Nacional se hallaba en formación y también estaba en formación el principio constitucional del monopolio de la fuerza por parte del Estado. Los gobiernos provinciales tenían pequeños ejércitos, así como los tenían los caudillos políticos locales. En ese contexto, resultan explicables los acontecimientos que siguen.

Los Posse se inquietan

El presbítero Campo no se resignó a dejar el poder. Menos todavía se resignó el partido que lo apoyaba, constituido sobre todo por miembros de la poderosa familia Posse, patrones de fieles peonadas que los secundaban ante cualquier eventualidad.

Las primeras medidas del nuevo gobernador Rojo, lo distanciaron con los Posse. Posiblemente para sacarse de encima a la gente del anterior oficialismo, el gobernador toleró que un grupo de hombres armados desalojara a Benjamín Posse de su cargo de comandante de Monteros. El grupo, inclusive, fanfarroneó anticipando que tomarían igual medida con José Ciriaco Posse, quien era comandante de Lules.

Ante el problema, los Posse pidieron consejo al presbítero Campo. Este advirtió allí la posibilidad de volver al sillón de gobernador. Sabía que al presidente de la Confederación, general Justo José de Urquiza, no le agradaba mucho el general Anselmo Rojo, por sus antecedentes de unitario en tiempos de Rosas. Pensó que, si lo derrocaban, Urquiza aceptaría sin demasiados problemas los hechos consumados. Y en ese momento, se decidió la revolución.

Baile en el Cabildo

Los Posse armaron rápidamente a sus peones, y también hicieron contacto con uno de los jefes de la guardia del Cabildo, el sargento mayor Antonio Pericena. Este se comprometió a apoyar el golpe desde adentro, paralizando la resistencia que pudiera presentar el piquete oficial.

La noche del miércoles 16 de abril de 1856, el edificio del Cabildo (ubicado donde está hoy la Casa de Gobierno) lucía profusamente iluminado. El comercio de la ciudad ofrecía allí un baile, en homenaje al flamante gobernador.

Entretenidos con los valses, los invitados no advirtieron que unos 150 jinetes se acercaban con aire amenazador a la plaza Independencia. Los encabezaban José Ciriaco, Ramón y Manuel Posse, acompañados por Durval Vázquez. El verdadero inspirador del ataque, el cura Campo, había resuelto quedarse en la casa de las señoras Campero, a la espera de los resultados. Sin duda se proponía aparecer en escena cuando todo hubiese terminado favorablemente, como “salvador del orden y de las instituciones”.

El ataque

Una media hora antes de la medianoche, empezó la acción. Los complotados se lanzaron sobre el Cabildo, disparando sus armas al grito de “¡Viva Campo!”. Por cierto que el baile se detuvo inmediatamente y todo se convirtió en una gran confusión de mujeres que gritaban y hombres que no sabían cómo reaccionar.

Pero el gobernador Rojo, veterano de las Guerras Civiles, era decidido y lo caracterizaba una gran serenidad frente al peligro. Sin titubear, organizó rápidamente la resistencia, ordenando a los soldados del piquete que respondieran al fuego desde el piso alto del edificio.

El sargento mayor Pericena, cómplice de los Posse, trató de cumplir su parte y perturbar la formación de los defensores. Pero el sargento Faustino Gallinato se dio cuenta de la maniobra y corrió a informar al coronel Julián Murga. Este le ordenó que, ante cualquier reticencia de Pericena, procediera a matarlo sin miramientos. No hubo necesidad. Al ver descubierto su juego, Pericena permaneció silencioso en un rincón, desde entonces.

Fracaso de los Posse

El fuego del piquete era intenso y la gente de los Posse se refugió bajo las arcadas del Cabildo. Pero los defensores desclavaron los tablones de la planta superior para poder tirotearlos desde arriba.

Los atacantes empezaron a advertir que la situación se ponía difícil. No solamente recibían los disparos del piquete, sino que pronto éste fue reforzado por hombres de la Guardia Nacional. Les llegó también la noticia de que fuerzas de la campaña se movilizaban en apoyo del Gobierno.

Serían las cuatro y media de la madrugada, cuando la intentona había sido totalmente dominada. Al galope, José Ciriaco y Ramón Posse, junto con Vázquez, partieron a refugiarse en la finca de Campo. Mientras Manuel Posse, herido, se iba a su casa, y la improvisada tropa se fugaba a los cuatro vientos.

Al salir el sol, todos los cabecillas fueron capturados y puestos presos en la cárcel del Cabildo. El proceso a los responsables de la llamada “revolución de los Posse” duró dos meses. El doctor Benigno Vallejo fue el defensor de los Posse, y el joven abogado Nicolás Avellaneda (que ni sospechaba entonces su futuro de presidente) defendió a José María del Campo.

Tácticas de abogados

Avellaneda se aferró al argumento de que no existía prueba alguna de la complicidad de Campo con los revolucionarios. Mientras tanto, el defensor de los Posse, no pudiendo discutir la criminalidad de sus defendidos, adoptó la táctica de echar todo el fardo sobre Campo. Este, según declaraba José Ciriaco Posse, les había dicho que todo estaba arreglado, y que bastaba llegar al Cabildo para que Rojo cayera.

Mientras los abogados presentaban escritos y el fiscal Román Torres pedía penas durísimas, los reos se congelaban, engrillados, en la húmeda celda de los bajos del Cabildo. El abogado de Campo llegó a alegar que su defendido estaba afectado por una sífilis, que en esas condiciones recrudecía con toda su fuerza. Pero los médicos Cayetano Rodríguez y Enrique Priestley no pudieron comprobar si esto era verdad. Campo no aceptó que lo revisaran porque, dijo, le era “sumamente bochornoso”.

El fallo

Finalmente, el 30 de junio, el juez Ruperto San Martín pronunció el fallo. Condenó “como principales autores” a Campo y a José Ciriaco Posse y les impuso pena de destierro “fuera de la República” por 6 años. Por cuatro años, dentro de la República pero a no menos de 160 leguas de Tucumán, desterraba a Manuel, Benjamín y Ramón Posse, y a Durval Vázquez. A Emidio Posse le dio por compurgada la pena con la prisión y el pago de los gastos procesales.

Apelado el fallo, el juez de alzada, Prudencio Gramajo, lo confirmó. Sólo modificó la forma de pago de la indemnización: resolvió que debía ser satisfecha “in solidum” por los reos y no dividida en partes, como había fallado San Martín. La Contaduría estimó en 4.572 pesos con 4 y medio reales los perjuicios sufridos, con lo que terminó el sonado proceso.

Después

Claro que el fallo del destierro no llegó a cumplirse en su totalidad, ni mucho menos. Los Posse y Campo regresaron a la provincia meses después, y volvieron a ser uña y carne entre ellos, como siempre.

El ministro del Interior, Santiago Derqui, en carta al gobernador Rojo, condenó enérgicamente la revolución de los Posse. Y le aseguró que el Gobierno Nacional, “que ha seguido siempre una política irreconciliable con la sedición y con el desorden, repudia muy de veras este atentado”. Sin pelos en la lengua, el gobernador de Salta, Rudecindo Alvarado, comentó en otra carta: “La revolución de Tucumán, tan fatal como ha sido para sus autores, no era al señor Rojo dirigida, sino a cualquier gobernador que no fuera Campo o Posse: era un acto muy meditado y más culpable por lo tanto”.

En nuestro Archivo Histórico, un expediente desarrolla las actuaciones, muy coloridas, sobre el movimiento que sobrecogió la vida aldeana aquella noche de abril de 1856.