Mi adolescencia no hubiera sido igual sin mi Fernet. Tampoco mi paso por la universidad. Ni siquiera mi presente. Si hay algo que adoro en este mundo es a él, mi Fernet. Desde el 11 de marzo de 2010, cuando llegó a la casa de mis padres (todavía yo vivía allí), se convirtió en una gran compañía. Les pusimos de nombre así: Fernet, no recuerdo bien por qué. Creo que porque era negro -aún lo es, aunque con un poco de canas- o porque simplemente nos pareció simpático.
Toda la vida hubo muchos perros en mi casa, por lo menos tres o cuatro convivían en ese patio inmenso, debajo de la morera. Pero, por alguna razón, Fernet se destacaba siempre. ¡Su capacidad de reproducción fue algo que nos admiraba a todos! Perra que llegaba, perra que terminaba pariendo unos cachorritos negros. Y por supuesto que, de cada tanda, uno quedaba en casa. Eso ni hablar.
Ahora se lo ve avejentado. Y sí… tiene 14 años. El veterinario le recetó una pastilla para el dolor de huesos y apenas salta para trepar al sillón. Tal vez por eso nos confiamos y lo dejamos a solas con la caniche de mi mamá. ¡Grave error! Una vez más nos dio una lección de virilidad y ya hay un par de “mini-fernets” en camino.
Lo que antes hubiese sido una preocupación pasó a ser una más de las insólitas anécdotas de Fernet. Recibí la noticia entre las carcajadas de mi mamá, que todavía se admira. Ya en otra provincia, y engañándolo con un cocker, pienso en ese perrito negro mezcla de batata con no sé qué. Y lo extraño. Y quisiera estar ahí para volver a levantar a uno de sus cachorritos sin resistirme a la tentación de adoptarlo, porque siempre hay lugar para uno más.