Por Dolores Caviglia - Para LA GACETA - Buenos Aires

Paul Auster no se animó a decir que sí. Cuando el teléfono de su casa sonó y le preguntaron por la Agencia de Detectives Pinkerton, Paul no dudó y dijo que era número equivocado, aunque le hubiera gustado decir lo contrario. Cuando pasó por segunda vez, tuvo la misma reacción y al cortar se preguntó qué hubiese pasado si hubiese dicho que sí. Entonces, se puso a escribir Ciudad de cristal, para que allí el personaje no se quedara con las ganas.

Nació en New Jersey, Estados Unidos, en 1947. Empezó a leer libros cuando era muy chico gracias a la biblioteca enorme que tenía su tío, donde descubrió a Samuel Beckett, a Franz Kafka y a Cervantes. A los 12 años se animó a escribir por primera vez. Estudió literatura francesa, italiana e inglesa en la Universidad de Columbia y después se enlistó en un barco petrolero para viajar y ganar dinero. Más tarde se mudó a París para trabajar como cuidador de una finca y traducir muchos libros por muy poca plata. Cuando se cansó, regresó a Nueva York. Sus primeros libros los publicó a los 35 años y fueron Jugada de presión y La invención de la soledad. Desde entonces escribió novelas, relatos, poesías y obras de teatro como El país de las últimas cosas, Leviatán, Sunset Park y El cuaderno rojo. Además, hizo ocho guiones cinematográficos, dirigió tres películas (en una de ellas, actuó de chofer).

- Su obra nació en la poesía y maduró hacia la narrativa. En la actualidad, ¿cómo sigue lo poético anclado en usted?

- De joven, mi primera gran ambición fue ser novelista y la mayoría de mis esfuerzos desde los 18 hasta los 22 años fueron en prosa. Comencé dos o tres novelas, escribí cientos de páginas y no me gustó nada: cerré los cuadernos y no los mostré nunca. Pero en la poesía, por otro lado, sentí que había más formas para trabajar. Cuando llegué a los 22 años, en un momento de enorme frustración, dije “renuncio, no más prosa, no tengo la talla para hacer novelas”, aunque en el fondo tenía esperanzas. Entonces, por los siguientes años, me concentré en poesías y fue como vivir dentro de la música, todo se trataba de las cadencias y los ritmos de las palabras; y creo que esta práctica tan intensa de escribir poesía todos los días por una década me inculcó un acercamiento a la lengua que incluso, cuando escribía prosa, todos los hábitos estaban tan incorporados que lo hacía como si fuera poesía. No es que mi prosa sea poética, no, es despojada, pero tiene musicalidad. En algún sentido, son narrativas compuestas por un ex poeta.

- Su esposa, Siri Hustvedt, es una gran escritora. ¿Cuánto y cómo influye este vínculo en su escritura?

- No sé si es una influencia en mi escritura, pero ciertamente hace que mi vida sea más interesante. El hecho es que Siri es mi lectora, es la persona que recibe mis manuscritos y si tiene algún comentario o algo que decir, me lo va a decir. Creo que no hubo un momento en que yo no aceptara sus consejos; además, yo también soy su primer lector. Cada escritor necesita un lector crítico que le haga una devolución. En nuestro caso, debo decir que tenemos una cláusula de honestidad absoluta. No funcionamos si siempre decimos a todo que está bien. Siri cree en lo que yo hago y yo creo en lo que ella hace. Ambos queremos lo mejor para el otro, por eso podemos ser punzantes en las devoluciones. Ella es una de las más grandes inteligencias literarias que conocí en mi vida. Estos últimos 33 años juntos han sido una gran aventura.

-¿Cree usted que la imaginación es, por sobre la razón, la gran potencia que tiene el hombre para comprender el mundo?

- Creo que los humanos necesitamos historias, las necesitamos como la comida. Las historias están para organizar el caos del mundo; ayudan a comprender el mundo, pero no sé si imaginación y razón son incompatibles. Yo creo que todos estos años que estuve sentado en mi escritorio, escribiendo mundos, usé mi imaginación pero uno no es sólo el escritor de su libro, sino también el lector. Así que, si la razón no estuviera funcionando, no podría juzgarlos. Pero sí, la ficción es parte de nuestra vida, es algo nato de la mente humana. No puedo imaginar un mundo sin ficción.

-¿Con qué obra empezaría usted a leer a Paul Auster?

- El palacio de la luna es lo primero que se me vino a la mente. Pero no lo sé.

-¿Qué es lo que le atrae de contar historias?

- Me resulta interesante que todos los seres humanos estamos caminando por un sendero que nos convertirá en algo, como ser médicos. Pero en un determinado momento, en ese camino puede caerse un árbol y todo cambia. Hay momentos en la vida en que nos caemos en un pozo y nos metemos en problemas. Son estos momentos, en los que se acaban las certidumbres de las personas, lo que quiero explorar. No soy un escritor que narra situaciones extremas en forma externa, pero en forma interna mis personajes atraviesan grandes luchas por mantenerse de pie. Creo que muchos de mis libros describen esa lucha. Trato de abordar las cosas de una forma nueva, no quiero escribir siempre el mismo libro.

-¿Cuál de todos sus libros es su favorito?

- Son todos iguales para mí; son como mis hijos, no tengo un preferido. Eso sí, me resulta confortante conocer personas que me dicen ‘mi preferido es tal’ porque siempre son distintos. Hay muchas obras que a las diferentes personas les resultan la mejor. Desde lo más profundo, y creo que hablo por todos los escritores, a mí en realidad mi obra no me gusta. Espero escribir antes de morir algo muy bueno porque entiendo que todo lo anterior es la preparación para ese momento. Es una sensación de fracaso con la que la mayoría de los escritores vivimos, por lo que me conmueve cuando alguien dice que una de mis obras le cambió la vida. Así me resulta más fácil seguir adelante, tengo la esperanza de que a lo largo del tiempo voy a mejorar.

- ¿Leer literatura nos ayuda a ser mejores personas?

- Quizá sea posible, no estoy seguro, a todos nos gustaría pensarlo pero muchos criminales leen libros y disfrutan de hacerlo. No nos olvidemos que Hitler quiso ser un artista. Y a lo largo de los siglos muchos escritores participaron de procesos horrorosos. Yo lo que puedo decir es que conocí a una mujer hace unos años, que tenía un doctorado en literatura y también era médica, y había armado un programa sobre medicina narrativa: a los estudiantes les hacía escribir historias sobre sus pacientes. Sólo puedo pensar que eso los va a hacer mejor doctores, más conectados con la necesidad de sus pacientes. Escribir sólo puede ser una cosa buena.

-¿Cree que sus libros como Diario de invierno, que no son autobiografía pero se nutren de ella, inauguran un nuevo estilo de literatura?

- No sé si es una nueva forma, tampoco sé describirla. Cada uno parece único y desconectado de los anteriores, pero creo que lo central es esto: no estoy tan interesado en mí mismo pero sí en lo que se siente estar vivo y conozco mi historia mejor que la de cualquier otro. Es una forma de compartirlo con otras personas. Estos libros son una suerte de mecanismo que pueden inspirar los recuerdos del lector sobre su propia vida, que es distinto de querer contar mi propia vida. Me interesa la sensación de humanidad compartida. Trabajar en este estado mental de no ficción es un estado de escritura distinto y es algo que en determinados momentos me resulta necesario.

-¿Se escribe para olvidar?

- No creo que podamos olvidar. Uno no escribe para olvidar; si uno quiere olvidar, no escribe. Uno no habla de las cosas que no quiere que se sepan, así la gente puede reprimir esos recuerdos y alterar la realidad de su propia vida. Siempre estamos escribiendo nuestra propia autobiografía, siempre nos contamos para nosotros mismos nuestras historias y esos momentos los dejamos afuera del relato. Sin embargo, escribir es tratar de mantener la herida abierta y explorarla.

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Dolores Caviglia - Periodista cultural.

Licenciada en Letras.