El oficio de escribir puede ser definido como el arte de colocar adjetivos con sujeción a los criterios de oportunidad, mérito y conveniencia. Tal vez esta definición posible parezca exagerada, pero consta que los autores más celebrados de todos los tiempos suelen ser aquellos cuyo genio de la lengua les permite -o ha permitido- adjetivar con maestría.

Un texto plagado de adjetivos navega en un mar de dulce de leche y termina intoxicando al lector. Osvaldo Soriano era consciente de este desenlace infeliz y, por ello, se encargaba de transmitir su obsesión por evitar que los textos cayesen en una olla de almíbar. Martín Caparrós, otro periodista brilloso de la patria, reflexionó sobre el asunto en su paso por ese diario-experimento llamado Crítica de la Argentina: “mientras no se demuestre lo contrario, el lugar de los adjetivos está después de los sustantivos. Los adjetivos están muy cómodos detrás, soplando nucas: la estructura con que pensamos nuestro idioma tiende a situar primero el sustantivo y después adjetivarlo, a diferencia, por ejemplo, del inglés. En el castellano corriente, el adjetivo antepuesto es un signo de la misma supuesta belleza ‘mersokitsch’ donde militan las segundas palabras: aquel bello jarrón y sus violetas flores”.

Al igual que Soriano, el autor de “Argentinismos” y del blog “Pamplinas” (http://blogs.elpais.com/pamplinas/) está convencido de que los adjetivos deben mezquinarse: “son como la ‘merca’, un suponer: un pase de vez en cuando te puede poner en órbita, pero, si no parás, vas a necesitar cada vez más para producir algún efecto. Así, los adjetivos, para que sirvan, para que adjetiven, no deben ser una costumbre sino un sacudón que aparece cada tanto. Caso extremo: dos o más adjetivos sobre un solo sustantivo lo destruyen y destruyen, en general, al redactor que los arroja cual confeti viejo”.

La tentación de calificar está siempre presente, quizá porque ahorra el trámite de contar. Pero tanto en la ficción como en la no-ficción, ningún artilugio, ningún “palabro” calificador, consigue sustituir la acción y la conclusión del lector: jamás será lo mismo escribir que tal obra de arte es bella que describir las circunstancias y particularidades de la belleza encarnada en la pieza hipotética. Tenía -una vez más- razón Jorge Luis Borges cuando predicaba a favor de una escritura desprovista de excesos expresivos y grandilocuencia que lisa y llanamente diga lo que quiere decir. En ese territorio austero, un solo adjetivo bien puesto difunde su luz sobre el resto de la creación.