La metáfora borgeana del libro como un don divino ya nos plantea que es una herejía cualquier acción tendiente a “eliminar el libro”. De ahí que sea tan fuerte la imagen de cientos de libros tirados en una vereda, a la intemperie, como ha ocurrrido esta semana en un barrio tucumano. En ese clásico de la literatura de ciencia ficción que es Farenheit 451, Ray Bradbury recurre a la figura de la quema de libros como metáfora del macarthismo estadounidense y del totalitarismo en todos sus matices; y en la Argentina de los años 70 no fueron metáfora los miles de libros que hubo que ocultar por su rótulo de “subversivos”. Y si con el tiempo se saldaron esas instancias, “el libro” enfrenta ahora otras adversidades: si la más difundida es la emergencia del e book, no es la única. Las espaciosas casas paternas sucumben junto con la muerte de nuestros mayores; y en los módicos departamentos (en espacio) no parece haber cabida para las viejas y señoriales bibliotecas. ¿Qué hacer, entonces, con esos reservorios? En Tucumán, algunas de las bibliotecas más ricas (casos Lagmanovich, Valentié) han encontrado un cuidadísmo hogar en el Centro Alberto Rougés, o en la Facultad de Filosofía y Letras (Massuh). Pero hay dueños de numerosas bibliotecas -algunas más importantes que otras, pero todas entrañablemente atadas a la biografías de sus constructores- que no encuentran refugio para sus libros. Pues, hay numerosas bibliotecas públicas “en busca de autor”. Y otra alternativa es la oferta de títulos (o de la biblioteca entera) en Facebook: una botella al mar que, créanme, llega siempre a buen puerto. Paradojas: la fugaz y evanescente internet nos ayuda a encontrar refugio para esos hijos que crecieron con nosotros, y a los que a veces hay que dejarlos ir.