Por Fabián Soberón - PARA LA GACETA

Las lecturas se pueden hacer en cualquier época del año. Es cierto que durante las vacaciones hay más tiempo. Pero los libros no llevan marcado en su cuerpo una fecha o un período.

Lo más importante es el lector. Los que escribimos somos, antes que nada, lectores. El lector y el libro conforman el hecho esencial de la literatura. Sin libros y sin lectores no hay literatura ni historia ni divulgación científica. Un escritor es otra forma de ser lector. “La crítica es la forma moderna de la autobiografía”, dijo Oscar Wilde.

Se podría escribir la biografía de un escritor siguiendo sus lecturas. Un escritor es un lector atento, astuto, inquieto. Pero es un lector, al fin. Si pienso en el ocio inseparable de las vacaciones, podría recomendar lecturas de largo aliento: las cinco novelas policiales del irlandés Benjamin Black, la extensa serie novelesca de Marcel Proust, la saga de Tolkien, las voluminosas novelas del norteamericano Thomas Pinchon.

Casi como una competencia deportiva se podría leer la obra completa de un escritor e investigar cómo esa serie aparentemente dispersa se convierte en un programa: pienso en las novelas de Juan José Saer o en los múltiples cuentos de Abelardo Castillo.

Pero también podría recomendar lecturas con el criterio inverso: la duración mínima, la extensión breve. Por ejemplo: los jaikus, esos poemas brevísimos –de 17 sílabas– que buscan capturar el instante. Son ejemplares los de Matsuo Basho. Este poeta japonés publicó un libro fascinante –Sendas de Oku– que combina crónica, narración pura y jaikus. O también podría convocar los relatos humorísticos y brevísimos de Marco Denevi, Ana María Shua y Marcel Schwob, el infalible precursor de Borges.

Ahora bien, la extensión, por sí misma, no es un valor. Lo que importa es el encuentro físico entre el libro y el lector. Lo demás, los libros de moda, los escándalos mediáticos y la versión kitsch de la religión son materia del viento de la historia, ese huracán que arrastra todo y lo deposita en el olvido.

Los voceros de la visión apocalíptica sostienen que los niños y los jóvenes ya no leen. Creo que ese dictamen se queda en la anécdota, en la mera fórmula. No creo que importe mucho la cantidad. La lectura es un hecho individual y, a diferencia de los fenómenos masivos, no requiere de la participación de muchos. La lectura, como la escritura creativa, es un encuentro solitario y utópico con un libro. Y el libro puede darnos la compañía de muchos.

Creo que la lectura no ha disminuido. Lo que ha sucedido es que se han ampliado las posibilidades de percibir el mundo. Los estímulos son diversos. Y la lectura no es el centro. Es uno de los modos de apropiarse de la realidad. Por eso pienso que no es necesario obligar a leer. La lectura obligatoria es un oxímoron, decía Borges. En ese sentido, repito lo que han dicho algunos: leer es releer. Escribir es reescribir. Y creo que el placer de la repetición depara una de las formas del paraíso.

Antes que recomendar una lista vacía de nombres y libros los invito a hundirse en el océano feliz de la lectura y en ese otro mar que invoca un placer no menor: la relectura. Una de las mayores alegrías de la vida es releer aquel libro que alguna vez nos cautivó.

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