I

La mañana del accidente, María Cecilia se levantó temprano. Se puso un pantalón y una chaqueta color verde petróleo. Acomodó su pelo rubio con las manos, porque le duraba el brushing hecho en la peluquería el día anterior. Besó a su niño de 11 meses, a tientas para no despertarlo. Y se fue.

Eran las 6.40 y el sol ya calentaba el alba de Yerba Buena, una ciudad con calles empinadas que se estrellan contra una montaña. Iba a ser otro de esos días de buen febrero, pegajosos y abrasantes. Por una de esas calles, María Cecilia salió en su coche.

Marcela se estaba despertando cuando sonó el teléfono. En la penumbra de la casa, respondió agitada, porque no era común que alguien llamara a esas horas.

- Cecilia ha tenido un accidente y no la pueden sacar -le dijo Ariel, el cuñado.

Todavía hoy, Marcela toma aire para contar lo que pasó luego: sintió que el corazón iba a salírsele, agarró las llaves de su camioneta y partió a la avenida. Y ahí, en una esquina, estaba Ariel. Se había sentado en el cordón y tenía los codos apoyados en las rodillas. Cuando la vio llegar, apenas levantó la cabeza, sostenida entre las manos, para moverla hacia uno y otro lado. Entonces, Marcela supo que esa mujer atrapada en un auto era su hermana. Su melliza. Su alma gemela.


II

María Silvia había ido a jugar al tenis. También lo había hecho Domingo, su hijo, aunque en clubes separados, distantes a unos pocos kilómetros entre sí. Antes de entrar a la cancha, María Silvia les contó a sus amigas -recordarían ellas, luego- que esa mañana había sido entrevistada por una periodista sobre los reductores de velocidad, que habían comenzado a colocar en las calles de Yerba Buena.

Ninguna de ellas advirtió algún augurio aciago en ese relato. No había cómo advertirlo, tampoco. Acabaron cuando caía el sol. María Silvia se despidió de las mujeres y buscó a Domingo. La madre conducía; el hijo estaba en el asiento de al lado. Iban despacio, por una avenida. Pensaron que había que hacer unas compras en la panadería. Y giraron. Eran las 7.20 de la tarde. Faltaban tres noches para la cena de la Navidad.

A esa misma hora, Florencia manejaba otro coche por una ruta cercana. Cuando su celular sonó, recorrió en minutos las cuadras que la separaban de la esquina en la que mamá y Domi quisieron ir a buscar pan.

Había ambulancias. Había policías. Había un montón de gente. Y había un auto deshecho sobre el pavimento.


III

María Cecilia creía que el tiempo lo sanaba todo. Le gustaba curar los catarros de los niños con el paso de los días. Por eso, en su consultorio no se recetaban antibióticos. La salita pediátrica quedaba en el Hospital de Niños, uno de los más grandes de San Miguel de Tucumán, la capital de Tucumán, una provincia localizada al norte de la Argentina que tiene sus calles repletas de naranjos. Ahí iba ese día, a atender diarreas y descomposturas.

Aunque le faltaban nueve meses para cumplir los 40 años, María Cecilia ya planeaba el festejo. Le había dicho a su hermana que quería que fuese algo grande, una fiesta con muchos invitados. Hasta ese martes, tenía un dúplex con jardín y pileta, un marido y el bebé al que besó en la oscuridad. Hoy, ese chiquito ha alcanzado los cinco años y entiende que su mamá está en el cielo.

- Soñaba con verlo crecer. Soñaba con tener más hijos -cuenta Marcela. Está sentada frente a una mesa de confitería, en una esquina de vidrio que deja pasar la resolana y que ha hecho que se quite el tapado. Afuera, el sol apenas entibia la siesta de invierno. Es menuda. Tiene la cara larga y las pestañas arqueadas. Dice que con María Cecilia eran tan parecidas, que en la escuela engañaban a las profesoras: una estudiaba geografía, la otra matemáticas y pasaba al frente la que sabía la lección, aunque hubiesen llamado a la hermana.

- Su muerte marcó un antes y un después en mi vida. Ahora le doy importancia sólo a lo que realmente importa. Y sé que aunque los cuerpos se separen, las almas siguen unidas.

IV

María Silvia partió ese atardecer. Domingo se encontró con su mamá tres días después. Florencia y el resto de la familia siguen buscándola. A veces, creen hallarla. Como ese día, en que oyeron que llamaban a la puerta, y al salir vieron un carro, un caballo y un par de niños que les preguntaron por la señora. Traían unas libretas para mostrarle que se habían anotado en la escuela, y esperaban que ella les entregara, a cambio, delantes, zapatillas y golosinas. Como lo hacía cada año.

Florencia recuerda a María Silvia como una mujer cariñosa, que quería que sus hijos se involucraran con las cosas que pasaban a su alrededor. Más tarde (con su muerte), la enseñanza encontró razones. Y se transformó en encomienda. A Domingo le gustaban los animales y los deportes. Tenía 24 años y quería ser veterinario.

V

Los accidentes de María Cecilia, María Silvia y Domingo ocurrieron entre tres y seis años atrás. Desde ese entonces, los deudos se volvieron mendigantes. Suplican en los umbrales de los tribunales y de los gobiernos por justicia y por calles seguras. Y esa mendiganta constante es una humillación que se le agrega al dolor. Un salivazo en la cara. Sienten que sus seres queridos murieron por nada, porque casi nada ha cambiado.

El desamparo se agrava no hay plata para un abogado. Cuando el muerto era el sostén de la familia. O cuando perciben la indiferencia del resto de la sociedad, que ve lo sucedido como algo terrible, pero ajeno. ¿Qué nos conmueve? ¿Qué hace falta para que reaccionemos?

En este país, todos los días mueren entre 24 y 30 personas en accidentes de tráfico, según los datos de la Asociación Argentina de Familiares y Amigos de Víctimas del Tránsito. En 2012, fallecieron 7.485 ciudadanos, lo que nos sitúa como uno de los países más siniestros del mundo, de acuerdo a la organización Luchemos por la Vida. De ese total, 257 muertes se produjeron en las calles y rutas de Tucumán. ¿Qué son 8.000 hermanos, además de estadísticas? Si se recurriera a las equiparaciones, con esas víctimas se podría fundar una villa tan habitada como Tafí del Valle. Veríamos así cuánto desconsuelo se cuece tras un número. Cuánta sangre ha corrido. 

Clara Pucheta de Gargiulo es la hermana de Marcelo Pucheta, un canillita que fue atropellado el 10 de julio de 2010. Estaba parado en su esquina de siempre, en la que vendía diarios desde hacía 15 años. El conductor de una camioneta que pasó un semáforo en rojo se lo llevó puesto. 

Durante las tres semanas posteriores, Clara lideró varias movilizaciones a la vuelta de la plaza principal de la ciudad de los naranjos, porque el culpable de la muerte de su hermano andaba huyendo de la justicia. Ahí vio a Marcela Reales y a las hermanas Florencia y Elina Marchese, que iban a solidarizarse con una historia parecida a las suyas.

El tiempo pasó y en una ocasión, en febrero del año pasado, Clara quiso hablar con ellas. Así fue cómo cruzaron sus vidas. Y al cabo de algunos cafés formaron el grupo Estrellas Amarillas Tucumán, cuya misión consiste en pintar luceros sobre el pavimento en el punto exacto donde un cuerpo quedó vacío. 

De a poco se les unieron otras persona y hasta hoy dibujaron más de 200 estrellas en la geografía provincial. Cada vez que salen a pintar, van juntas: cuando se aviva el dolor, es más fácil si se está acompañado. 

- Después de lo de mi hermano, pasaba por ese cruce y pensaba: 'aquí murió una persona y todo sigue como si nada'. Eso cambió desde que pusimos su estrella -dice Clara. Viste una remera negra. Lleva prendidas en su pecho, con dos alfileres, una foto de Marcelo y una imagen de la Virgen María. Elina la interrumpe. Conversa con soltura de torrente. 

- El acto es muy movilizador. A veces, alguien lleva una guitarra y toca una canción. Otras veces, se hacen unas tarjetas amarillas y se las reparte. Muchas veces, la gente se arrodilla y reza.  -cuenta. Su mamá, María Silvia Jantzon de Marchese, murió el 21 de diciembre de 2006, y luego falleció su hermano, Domingo Marchese. Hace unas semanas, la justicia confirmó la elevación de la causa a juicio. El único acusado es hijo del ministro del Economía de Tucumán. En ese entonces, tenía 18 años. Los Marchese dicen que el auto del muchacho estaba preparado para correr picadas, y que circulaba a unos 140 kilómetros por hora. El fiscal sostiene que las víctimas fueron las responsables, ya que la prioridad de paso la tenían los otros. 

- Veo criaturas en motos. Veo chicos desparramados dentro de los autos, sin cinturón. Veo madres que manejan con sus bebés en brazos. Y digo: es una locura. No se dan idea del riesgo que están corriendo -añade Florencia, y apura un cigarrillo. 

- Son situaciones de un minuto que tienen consecuencias para toda la vida en la vida de otros. Mi familia es la que carga con el dolor por la muerte de mi hermana, pero es un problema de toda la sociedad -dice Marcela. A María Cecilia Reales la mataron el 3 de febrero de 2009. Fue chocada por un auto en el que iban dos chicos de 17 años a 140 kilómetros por hora por un carril en el que debían ir a 40, según unas pericias. El que manejaba fue imputado de homicidio culposo. Ofreció, a cambio, pagar mil pesos en cuotas de 100 (unos 10 dólares mensuales) y donar leche y pañales a una institución pública. Un juez correccional tiene que decidir si acepta la oferta.

En la Argentina, en la mayoría de las causas por accidentes de tránsito no se llega a juicio, debido al instituto llamado probation, adoptado en 1994 por el Código Penal. Se considera que en estos casos las lesiones o muertes que se produjeron son culposas; es decir, que el responsable del choque actuó sin intención. Entonces, el imputado puede pedir la suspensión del proceso penal, a cambio de la reparación del daño causado y de la realización de tareas comunitarias.

Mientras tanto, mañana, en otra mesa de confitería, cuatro mujeres se juntarán de nuevo y saldrán a bajar estrellas del cielo. Algo tienen que hacer con el dolor que les entra hasta el alma.