- Hola.

- Hola, buenos días. Estoy buscando a Mariela González.

- Si, soy yo. ¿Quién habla?

Del otro lado del teléfono, una voz sigilosa me pregunta -se pregunta- quién la busca, porqué la busca. 

Estoy escribiendo sobre Yerba Buena, una ciudad sin veredas -le digo. Cuando escucha eso, pierde la prudencia y me cuenta que cada mañana lleva a sus hijos al colegio a pie. Que con una mano empuja el coche en el que duerme Delfina, de dos años. Que con la otra toma a Valentina, de cuatro años. Y que a veces también va Juan Ignacio, de nueve años. La interrumpo y le propongo unirme a la travesía.

***

Al día siguiente, a las ocho en punto ya espero a que salga de su casa. Con tanto frío, confío en que no va a demorar. El sol -que promete ser tibio- pinta franjas en el saliente de un color tan hermoso que no se ha inventando una palabra para definirlo: una mezcla de naranja, fucsia y rosa. 

A los minutos, Mariela asoma en el umbral. Tiene los ojos grandes, viste un pantalón marrón y calza unos zapatos gastados porque -justifica- aquí unas botas delicadas y con tacones se deshacerían en tres pisadas. La beba ha sido sujetada a su cochecito y viene chupándose los dedos medio y anular, a la vez. Y a la niña le han lustrado sus mocasines negros talla 29. En el trayecto de ida desde su casa, ubicada al norte de la avenida Aconquija, y la escuela, situada al sur, hay unas 10 cuadras. Mariela explica que emplea unos 20 minutos en llegar y que siempre hace la misma ruta. 

Nos toca transitar, primero, por una vereda angosta, en la que cabemos una detrás de la otra. El coche abre el paso. La madre lo empuja. Va haciendo presión sobre el manillar para que las ruedas delanteras queden levantadas. De ese modo, utiliza para el desplazamiento sólo las de atrás; de lo contrario, el carro se clavaría en cada ranura de cemento rotoso. La sarta se cierra con Valentina, que arrastra una mochila rosa, de esas con ruedas pequeñas y ruidosas.

Al rato, la vereda se acaba y seguimos por una pasarela de pasto crecido hasta los tobillos. Mariela cuenta que, en una oportunidad, iban por un sendero similar y de repente la niña cayó en un pozo que la hundió hasta la cintura. 

Después bajamos por una pendiente. Continuamos en la calle, junto al cordón. A Mariela la asalta el pensamiento de que su hija dé un paso en falso en momentos en que pase algún auto. Así que con una mano la sujeta a ella, y con la otra impulsa el carrito. Ahora nos aprestamos a vadear una esquina. Valentina, que había permanecido en silencio, grita:

- ¡Nos vamos a mojar!

- Sí, ya pasamos por otro lado- la tranquiliza la madre, habituada al reguero de agua perpetuo que brota desde una alcantarilla defectuosa. Son las 8.25 de la mañana. Hace 15 minutos que salimos de su casa y aún nos faltan unas tres calles. Hemos llegado a la avenida Aconquija y tenemos que cruzarla sin policías de tránsito que nos despejen la carretera. Mariela conjetura que deben estar desayunando. Una mirada hacia la derecha, otra hacia la izquierda: los autos van y vienen a los estampidos. 

Amagamos. Retrocedemos. Volvemos a amagar. Vacilamos. Y cruzamos.

Al fin, estamos del otro lado de la trocha. En tres cuadras más, Valentina ocupará una silla enana dentro de su salita. Mariela dice que a esa avenida la respeta, porque son pocos los conductores que le ceden el paso. Ayer -relata- un taxista que la vio intentando cruzar con los tres chicos frenó se atravesó en la mitad de la calle, con una mano levantada por fuera de la ventanilla, para detener a los autos que venían detrás.

- ¿Para qué te gustaría que hubiera veredas o que mejoraran las que están?

- Para que Valetina no vaya por la calle. Para que el coche de Delfina no se trabe. Para caminar tranquila. 

Llegamos al colegio cuando los alumnos se encuentran dentro. Valentina se despide de su mamá y entra sonriente. Ya olvidó que sus zapatos lustrados se habían mojado en una esquina.