Poco puede esperarse de una siesta en la peatonal tucumana. El ajetreo queda aplastado bajo las persianas de los comercios y una somnolencia empecinada acuna las sombras que zigzaguean entre los adoquines. No hay nada -en verdad, nada- que amerite hacer el esfuerzo de mantener los párpados abiertos. Por eso se entiende el shock. Por eso caben los ojos redondos como huevos, los labios despegándose en una mueca lasciva y los cuellos vueltos en un latigazo mudo cuando un ejército de mujeres dobla la esquina de Maipú y Mendoza, y el gris perenne de la calle se funde en la más seductora diversidad de colores.

Esos diez pares de piernas que surcan la peatonal son una muestra gratis y fragmentada -a la producción de fotos no ha venido el grupo completo- de la potencia y la actitud que transmite La Botana. Sus integrantes están ahora mucho más cubiertas que en los shows, pero tienen el magnetismo de lo desnudo, de lo que permanece velado y de repente se destapa. "¿Quiénes son?", murmura un ambulante mientras se sacude el letargo propio de la hora y se tropieza con su mercancía. Muchos las conocen como las vedettes tucumanas (aunque también hay varones) que actúan en eventos privados y ofrecen funciones en teatros. Magalí Toledo, la integrante que más años lleva en el grupo, prefiere otra definición: "somos bailarinas que se animan a mostrar más".

A esta cita, sin embargo, no han venido a bailar. Tampoco a exhibir: concheros, plumas y pezoneras quedaron colgados en los placares correspondientes. La propuesta del equipo multimedia de LA GACETA es recrear la estética de la serie "Sex and the city" y ahí están ellas, montadas en tacos de vértigo y enredadas en los más disímiles accesorios, cada una con al menos tres bolsas en sus manos. Para el momento en que los flashes de las cámaras empiezan a relampaguear, la nube femenina se vuelve -si cabe- aún más llamativa y exótica en su camino a la plaza Independencia.

Las reacciones a ese regalo de la tarde son tan diferentes como testigos hay. Dos treintañeras susurran algo mientras señalan los escotes de las bailarinas. Un florista acepta tieso que las chicas se adueñen de sus pimpollos para improvisar nuevas poses. Un peatón canoso queda fulminado por la visión e inmediatamente desvía su recorrido para seguirlas. Dos taxistas se codean al paso del grupo y, luego, cuando lo tienen más lejos, se animan a unos piropos subidos de tono. Un auto con patente extranjera da dos vueltas a la plaza: una para silbar y tocar bocina, la segunda para estacionar y sacar fotos. Un ciclista absorto por el paisaje pierde el control del manubrio y casi se cae. Cuatro colegialas se toman de las caderas y caminan pomposamente, en una risueña imitación. Lustrabotas, achilateros y barrenderos parecen hipnotizados. Nadie disimula.

Conscientes del escándalo que generan, las chicas ensanchan sus sonrisas y extreman sus poses. Al momento de las últimas fotos, la siesta ya se ha fundido en la humedad de sus piernas y en el calor de sus cinturas. No es la Nueva York de Carrie Bradshaw, pero hay más ciudad ahora que reaparecen los gruñidos de los motores y vuelven a abrirse las cortinas de los comercios. Y hay más sexo también cuando La Botana les da la espalda a las cámaras, aunque es un sexo afincado en el imaginario de quienes la han visto, latente en los vericuetos de las peatonales que recuperan su gris.