La sugerente etimología de la palabra persona nos remite a papel de teatro y a máscara (conceptos íntimamente  emparentados en el teatro antiguo).  Como señala Erving Goffman, las instituciones tienen algo de escenas donde se desempeñan roles.  
Uno de estos espacios, muy singular, es la actividad política. En este caso el juego es doble, que surge de prestar atención a la ambivalencia del término representación: actuar un papel, pero también, y en primer lugar diríamos, ejercer la representación política de estar en nombre de alguien. Ahora bien, la sociedad de consumo y la cultura de los medios masivos de comunicación y de las redes sociales, donde la exposición es la regla, genera que se desequilibre el significado hacia su lado teatral: nos los representantes, nos los actores. Como decía el profesor Schkolnik sobre el caso Reagan: los bufones al poder.

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Con mayor o menor fortuna y  talento, los políticos deben persuadir al resto que son ellos quienes tienen que ocupar  el lugar de delegado de la comunidad. El sofista griego Gorgias sostenía que la política pende no de leyes morales universales, sino del Kairós, que es la virtud para hacer lo más eficaz en el contexto en el que se encuentra. Concepto muy vinculado a la retórica, que tiene muchas recetas pero ninguna fórmula exacta, dado que depende del público, del tema y de todo lo que constituye una situación.
Tomás Eloy Martínez contaba hace unos quince años, en una charla en la Facultad de Agronomía, que Perón tenía la capacidad de convencer en simultáneo a dos personas que le planteaban reclamos contrarios. Recuerdo al escritor haciendo la mímica del Pocho diciendo  "no se preocupe, estoy con usted" a cada lado. Todos asentimos al hechizo de la figura del general. 
Es interesante ver que esta escena de Perón se invierte por completo en el episodio del presidente Mujica, porque no se trató de la habilidad para sostener, digamos en escena, dos opiniones diferentes. Consistió en la torpeza de mostrar la suya, y con ello que el papel y el actor no coinciden. Cuando se baja de escena, cuando las cámaras no parecen estar funcionando, queda desnuda esta condición cada vez más teatral de la política. Y detrás de esas bambalinas aparece el insulto, cumpliendo la ironía de Ortega y Gasset: "cuando alguien me advierte que quiere ser sincero conmigo, pienso siempre que o me va a referir algún incidente personal, sólo para él interesante, o va a comunicarme alguna grosería".  

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Justo quien se ha caracterizado por su sencillez y por ser el dueño de las más tranquilas -y persistentes- pasiones políticas, se encarga de mostrar las entrañas del teatro. Nueva puesta en escena, Mujica pide disculpas; pero sabemos que es parte del acto que continúa después de un intermezzo forzado. Quizás mostrar ese resquicio entre actuación y verdad sea un paradójico favor del uruguayo para mantenernos en guardia.
Si sólo se aprecia la apariencia, si la política se suma sin resto y sin fisuras al espectáculo, se puede perder la posibilidad de discernir la realidad. Soren Kierkegaard nos da una oportuna analogía de Pedro y el lobo: el actor de comedia que sale a escena a advertir que se ha iniciado un fuego. Todos creen que es parte de la obra, se ríen y aplauden.