Sergio, el chico de Quilmes era una maravilla en unos de esos rings de Las Vegas que convierten la historia en una de película. Su misión, la de demoler a un mexicano ungido en un Iván Drago, era justamente caminar el último round y festejar un título de antemano. Pero no, Martínez se olvidó del libreto y cayó dos veces en el 12. De película. De terror, porque la pelea era suya, no de Chávez junior o del Drago imaginario. Sergio Martínez había hecho todo bien, lo hizo bien hasta meterse a recibir las de Dios.
Fue un susto, podría decirse. Esas dos lonas consecutivas (una no computada) hicieron temer lo peor. Pero no, insisto, pero no. Sergio, con un corazón tan grande como esos 40 millones de argentinos que somos y estuvimos a su lado, se la bancó como un duque. Y no corrió. Se le paró de igual a igual al chico que quería la América, al perdedor nato de esta batalla que tenía perdida antes de subirse al ring.
Fue una película. De terror, por cierto. Sergio se la bancó de maravillas y terminó pegándole mucho a Julio César, incluso hasta haciendo olvidar por un instante que él mismo lo había tirado segundos antes en el round del paseo. Todo lo otro, del 1 al 11, pasaba a segundo plano. Pero esa barra, la misma que lo vio danzar, que lo vio pegar desde todos los ángulos, que lo vio destruir a Chávez, fue el aliento extra que bombeó el corazón de Martínez. Un Martínez que canta "Arriba Argentina" y se olvida de un temporal que él mismo creó, pero que parece que hasta fu adrede. Quiso darle algo de vida a un chico que venía invicto, campeón y protegido por la mítica sombra de su padre que fue un verdadero titán del boxeo. Ahora, el titán es otro, argentino de nacionalidad y de nombre y apellido Sergio Martínez. La nueva "maravilla" del mundo de boxeo. LA GACETA ©