Sin ánimo de discutir la consagrada frase "una imagen vale más que mil palabras", quisiera rescatar hoy el poder de la palabra -o del lenguaje si se quiere- capaz no solo de establecer comunicación sino hasta de modificar conductas. Y si no, probá decirle a un niño "¡qué tonto que sos!" y vas a ver que se convierte en un tonto. Y ocurrirá a la inversa si tus palabras hacia él son de aliento y confianza. Desde hace unos años empecé a probar conmigo misma. Cosas pequeñas. Como dejar de decir "tengo que..." por "quiero..." o "necesito..." o "sería bueno que..." Los resultados también son pequeños, pero los veo profundamente significativos. De tener la sensación de una enorme carga sobre mis espaldas pasé a disfrutar de algunas de las cosas que hacía, a aceptar otras que no me gustaban tanto y a proyectar con entusiasmo iniciativas propias o compartidas. También dejé de insultarme y decirme palabras desagradables cada vez que metía la pata. Y empecé a comprender que equivocarme forma parte del aprendizaje cotidiano, ese que no se acaba nunca, y del hacer mismo, ese que sí se acabará en algún momento. Y para esas transformaciones internas solo bastó reemplazar unas palabras por otras. No es tan difícil de llevar a la práctica, y luego cantar, junto a Sabina, "que gane el quiero en la guerra del puedo".